John Simkin, "La esclavitud en los Estados Unidos" 1997, actualizado en enero de 2020:
[Traducción automática, supervisada y corregida]
Ignacio Sancho nació en un barco dedicado al tráfico de esclavos en 1729. Su madre murió poco después de llegar a las Indias Occidentales españolas. Su padre se suicidó antes que ser esclavo. Su dueño lo trajo a Inglaterra en 1731 y lo regaló a tres hermanas solteras que vivían en Greenwich.
De joven conoció a John Montagu, segundo duque de Montagu, quien se interesó por su educación. En 1749, Sancho huyó, y buscó refugio en casa de la familia Montagu. El duque de Montagu había fallecido recientemente, pero su esposa aceptó contratarlo como mayordomo.
Cuando la duquesa de Montagu murió, le dejó un pequeño legado que le permitió abrir una tienda de comestibles en Westminster, por lo que pudo entrar en contacto con el político Charles James Fox.
Autodidacta, Sancho escribió poesía y un libro sobre música. No logró encontrar un editor para su obra, pero sí conoció a figuras literarias muy relevantes, como Samuel Johnson y Laurence Sterne. En 1878 su retrato fue publicado por nada menos que el pintor Thomas Gainsborough.
Ignacio Sancho falleció el 14 de diciembre de 1780. Dos años después, un amigo consiguió que sus cartas aparecieran impresas como libro, y de esta manera Sancho fue el primer escritor africano cuya obra se publicó en Inglaterra. Se vendió harto bien, y su viuda recibió más de 500 libras en regalías.
Fuentes primarias y secundarias
(1) Ignacio Sancho, Carta a Laurence Sterne (julio de 1776)
Sería un insulto a su humanidad (o tal vez lo parecería) disculparme por la libertad que me estoy tomando; soy una de esas personas a las que el vulgo y los antiliberales llaman «negros». La primera parte de mi vida fue bastante desafortunada, ya que me colocaron en una familia que consideraba que la ignorancia era la mejor, la única garantía de obediencia. Aprendí a leer y escribir un poco, con una dedicación incansable. Gracias a la bendición de Dios, la última parte de mi vida ha sido verdaderamente afortunada, al haberla pasado al servicio de una de las mejores familias del reino. Mi mayor placer han sido los libros. Adoro la filantropía: ¡cuánto le debo, buen señor, entre millones, por el carácter de su amable tío Toby! Declaro que caminaría diez millas, en los días más calurosos, para poder estrecharle la mano al honesto cabo. Sus sermones me han tocado el corazón y espero que lo hayan enmendado, lo que me lleva al motivo de esta carta. En su décimo discurso, página setenta y ocho, en el segundo volumen, hay un pasaje muy conmovedor: “Considere cuán gran parte de nuestra especie, en todas las épocas hasta ahora, ha sido pisoteada por tiranos crueles y caprichosos, que no quisieron escuchar sus gritos ni compadecerse de sus aflicciones. Considere lo que es la esclavitud: ¡qué cáliz tan amargo y cuántos millones de personas se ven obligadas a beberlo!”. De todos mis autores favoritos, ninguno ha derramado una lágrima en favor de mis miserables hermanos negros, salvo usted y el humanitario escritor Sir George Ellison. Creo que me disculpará; y estoy seguro de que me aplaudirá por suplicarle que dedique media hora de atención a la esclavitud tal como se practica actualmente en nuestras Indias Occidentales. Ese tema, tratado con su sorprendente genio, aliviaría (tal vez) el yugo de muchos; pero aunque solo fuera uno ¡Dios misericordioso, qué fiesta para un corazón benévolo! Y estoy seguro de que usted es un epicúreo en actos de caridad. Usted, que es universalmente leído y universalmente admirado, no podría fallar. Estimado señor: piense que en mí ve las manos alzadas de miles de mis hermanos africanos.
(2) Ignacio Sancho, carta (enero de 1778)
De todo corazón y cordialmente le agradezco su amabilidad al enviarme los libros. El trato diabólico y poco cristiano que se da a mis hermanos negros; la ilegal, la horrible maldad del tráfico; la cruel carnicería y la despoblación de la especie humana están pintadas con colores tan fuertes que, si se le presta la debida atención, creo yo que provocarían convicción y remordimiento en todo lector ilustrado y sincero. La lectura me afectó más de lo que puedo expresar y, de hecho, sentí una sensación doble o mixta, pues, mientras mi corazón se desgarraba por los sufrimientos que, por lo que sé, algunos de mis parientes más cercanos podrían haber padecido, mi pecho al mismo tiempo brillaba de gratitud y alabanza hacia el humanitario, cristiano, amable y erudito autor de ese valioso libro.
(3) Ignacio Sancho, Carta (1778)
Lamento observar que la práctica de su país (al que amo como residente y también por su libertad y por las muchas bendiciones de que disfruto en él, de modo que siempre recibirá mis más cálidos deseos, oraciones y bendiciones), digo, aun con renuencia, que la conducta de su país, como es forzoso observar, ha sido uniformemente perversa en las Indias Orientales y Occidentales, e incluso en la costa de Guinea. El gran objetivo de los navegantes ingleses, y en realidad de todos los navegantes cristianos, es el dinero, el dinero, el dinero, por lo que no pretendo culparlos. El comercio fue destinado por la bondad de la Deidad para difundir los diversos bienes de la tierra en todas partes, y para unir a la humanidad en las benditas cadenas del amor fraternal, la sociedad y la dependencia mutua: el cristiano ilustrado debe difundir las riquezas del Evangelio de la paz con las mercancías de su respectiva tierra. El comercio, acompañado de estricta honestidad, y con la religión como compañera, sería una bendición para cada costa que tocara. Y en África, los pobres y desdichados nativos, bendecidos con el suelo más fértil y exuberante, se vuelven mucho más miserables por lo que la Providencia quiso como una bendición: el abominable tráfico de esclavos por parte de los cristianos y la horrible crueldad y traición de los reyezuelos, alentados por sus clientes cristianos que les llevan licores fuertes para inflamar su locura nacional y pólvora y malas armas de fuego para abastecerlos.
(4) Ignacio Sancho, Cartas de Sancho (1782)
No me ocuparé de la conducta tramposa del cochero y cómo quiso sacarnos un chelín malamente, ni de cómo nos detuvieron en la ciudad y nos insultaron con generosidad, ni de cómo se llevaron a un anciano gordo, a su mujer también gorda y a su hijo y, después de tenernos media hora en una dulce conversación de esas cosas... de esas cosas explosivas... de cómo la mujer gorda se enfadó con su amo regordete porque estaba sereno y cómo se enfureció por su lamida... de cómo asomó la cabeza por la puerta del coche y maldijo sin parar, mientras su... en línea directa con la nariz del pobre S..., lo entretenía con sus sonoras y dulces exhalaciones... No diré nada tampoco de que estuvimos casi dos horas de viaje... Ni tampoco me fijo en que S... se puso enfermo antes de que dejáramos G..., ni en que el niño se le cagara encima... En resumen, eran casi las nueve cuando llegamos a Charles Street.
(5) En una carta a un amigo, Ignacio Sancho escribió sobre los disturbios de Gordon (1780) [una revuelta anticatólica contra una ley que intentaba disminuir su perjuicio y opresión]
En este momento hay lo menos cien mil pobres, miserables y harapientos individuos de entre doce y sesenta años de edad, con escarapelas azules en sus sombreros, además de otra mitad de mujeres y niños, todos desfilando por las calles, el puente y el parque, y listos para cualquier trastada. ¡Dios mío! ¿Qué está pasando ahora? Me vi obligado a dejar de escuchar los gritos de la multitud, el horrible choque de las espadas y el alboroto de una muchedumbre en veloz movimiento, que me llevaron a la puerta cuando todos en la calle estaban ocupados en cerrar sus tiendas. Ahora son justo las cinco en punto. Y en este momento, unos dos mil muchachos están jurando libertad y pavoneándose con grandes palos... ¡Gracias a Dios, se pone a llover! ¡Ojalá lo haga fuerte para enviar a salvo a sus hogares, a sus familias y a sus esposas a esos miserables engañados!
(6) J T Smith, Nolleckens y sus tiempos (1828)
Al empujar la puerta de entrada, una campanilla tintineante, accesorio habitual de estas tiendas, anunció la entrada. Bebimos té con Sancho y su dama negra, que cuando entramos estaba sentada en un rincón de la tienda, picando azúcar y rodeada de sus pequeños sanchonitos. Sancho, sabiendo que el señor Nollekens era hombre leal, le dijo: "Estoy seguro de que le agradará saber que han apresado a lord George Gordon, y que un grupo de guardias lo escolta en un viejo y destartalado carruaje hasta la Torre". Nollekens no dijo una palabra, y el pobre Sancho no sabía o no recordaba que se estaba dirigiendo a un papista.
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