En una película clásica de Bergman, protagonizada por Víctor Sjöstrom, Fresas salvajes, un profesor de medicina va a jubilarse y sueña que se examina. Una de las pruebas es: "Lea en esta pizarra el primer deber de un médico". Pero el viejo médico no sabe: el escrito no tiene ningún sentido. Son letras unidas al azar. Entonces le hacen saber que el primer deber de un médico es pedir perdón.
Mucha gente no sabe leer esta pizarra en la cara circunspecta de los seres humanos y suele confundir el silencio con la soberbia, cuando muchas veces es mera humildad; al menos la gente cuya soberbia consiste en no guardar silencio. Somos esclavos de nuestras palabras y dueños de nuestro silencio. El que guarda silencio, pone atención y escucha, aunque no quieran hablar con él. El humilde silencioso sabe que sin humildad no se va a ninguna parte, no se penetra en ninguna selva con garantías de salir ni se puede salir de ningún lío aprendiendo algo. La humildad nos ahueca por dentro, hace sitio al conocimiento y a la empatía, como el sufrimiento: abre los sentidos, como el hambre; nos humaniza, nos hace sentir curiosidad; los llenos de todo, con este grueso materialismo de llenarnos ojos y oídos y espíritu y defecar hartazgo, no pueden sentir empatía, ni curiosidad, ni otro amor que el que tienen a sus gordos traseros y al estiércol con que emporcan la tierra. Pedir perdón es la más sabia de las decisiones, la que nos hace conocer, como a Salomón; pero por eso mismo es la que menos se toma; la mayoría de nosotros no somos demasiado sabios, a lo que se ve. Nos echamos las paranoias unos encima de los otros, pero nunca asumimos nuestros propios errores para poder conocer, disculpar y prevenir los errores ajenos.
Pues bien, yo asumo los míos. "He hecho lo que he podido, Fortuna (esto es, el destino) lo que ha querido", decía el Conde de Salinas. A la única cofradía a la que pertenezco, y más bien sin ganas, es a la del Silencio, fundada por el crítico teatral del Diario Madrid, ese que echaron abajo con una explosión. Era este hombre de Ciudad Real, y de una ideología que no me gusta ni me ha gustado nunca, como no me gusta ni me ha gustando nunca la opuesta ni la de enmedio, y ni siquiera la mía, si es que la tengo. No soy hombre de ideologías, como no lo soy de creencias. Soy hombre de ignorancias, de dudas y de sufrimientos, y hasta por no ser eso ni siquiera, todavía tengo o quiero tener unas pocas certezas, algo por lo que apostar.
En "este país" cualquiera que desea hacer lo contrario que Bartleby, como ya expuse en un cuento, Pintar algo, lo primero que tiene que hace es pedir perdón. ¿El perdón se pide? ¿Igual que un permiso de circulación? ¿Y, si no hay culpa, por qué se ha de pedir? Hay gente a la que molesta que los que hagan cosas sean otros, aunque ellos no hayan hecho nunca nada, porque su humildad consiste en la humildad de los que no han hecho nunca nada, pero "podrían hacerlo". El futuro siempre estará lleno de equipajes vacíos.
"Llaneza, muchacho, que toda afectación es mala", decía maese Pedro al representar su maravilloso retablo. Mi labor, mi trabajo, es investigar y mejorar el lenguaje de los muchachos. Hago lo que puedo y tal vez no lo suficiente; a veces el amor por una profesión es más bien un obstáculo que una garantía, pues irrita constatar lo que falta para llegar a los altos ideales que uno contempla y todo lo que se ha sacrificado y hay que sacrificar en ese camino, ahora más áspero y pocas veces coronado con fruto.
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