jueves, 27 de agosto de 2009

El investigador, la arena y mi hija Paloma

Cada cierto tiempo a mi hija Paloma le entra la histeria por lo desordenado que está mi despacho, arrambla a barullo con los libros de mis mesas y los encierra donde más le peta. Pero algunos de esos libros son de la biblioteca pública, hay que devolverlos a tiempo, y luego no hay manera de hallar su remota manida, así que hay que volver a desordenarlo todo para encontrarlos y poder evitarme otra condena firme de la autoridad bibliotecaria. Mi expediente criminal al respecto es tan largo como la nariz de un político español: he perdido ya la cuenta de mis condenas, pues soy delincuente que no redime con el castigo y tengo que pasarme siempre meses y más meses resignado sin poder usar el carnet. Por no hablar de mis propias necesidades de investigador: ni mi hija ni mi mujer entienden que algunos de los libros los necesito para poder orientar mis pesquisas, que su posición en mi mesa es la de un astrolabio o una carta de marear para quien anda sobre las aguas sin brújula firme y que la falta de un libro al alcance de la mano es a veces más paralizante para mis proyectos que la mirada de la Medusa. El investigador es un ente dubitativo y nebuloso que se orienta a tientas y a tintas por un Egeo nocturno de ignorancia, apenas guiado por los faros difusos de intuiciones, sueños y sospechas, aunque otras veces sólo es un cansino buscador de oro que pasa el tiempo jingado sobre la criba en busca de la codiciada y luminosa pepita.

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