Porque todos tenemos que ir alguna vez ahí, aunque sea la última. Localicé a la primera la tumba de mi madre, que ya no ostenta rosales; alguien, cruelmente, los ha cortado. La famosa escultura yacente de la dama muerta de parto ha sufrido muchos daños por parte de algún bárbaro sin discernimiento ni sentido de lo bello; por lo menos han respetado su rostro. Como siempre, las tumbas de los gitanos son las más teatrales e impresionantes; una de ellas incluso integraba un banco de piedra para sentarse y admirar la obra, qué cosas. La crisis se deja notar también en la muerte: se han levantado nuevas secciones de económicos nichos. Mi hija Paloma iba por primera vez al cementerio y todo le parecía extraño; se enamoró de los muchos gatos que viven allí, pues los gordos ratones no les faltan. Esto es como pasar lista: reconozco muchos apellidos que he visto pasar no solo por las listas escolares, sino por los tochos de protocolos notariales que revisaba para mi tesis, algunos singularmente raros; y también hay fotografías; pero muchas están descoloridas por las reacciones termoquímicas que provoca el sol; es que los recuerdos también se pudren, e incluso los nombres pétreos de las lápidas, muy borrosos a causa de la lluvia, el frío, el viento, la mugre, los líquenes. Los letreros metálicos sufren otro tipo de deterioro y se quedan mellados porque las letras flojas terminan desapareciendo rascadas por el viento, el agua y el abandono.
Al salir me admiro de los muy vistosos edificios modernos que han construido en el entorno; mi hija Paloma dice que hay uno que lo llaman El Coño, porque siempre que lo ven por primera vez dicen: "¿Qué coño es eso?" Me mondo de risa como una patata, y nos vamos a comprar una comida a un restorán de unos amigos chinos, porque se nos ha hecho tarde.
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