Como era mi cumpleaños el 28 de junio, mi familia me ha regalado una medalla de San Benito de plata antigua; la consiguieron en una subasta en Internet, tras haberla buscado más de seis meses; podían haber conseguido veinte por apenas seis euros, pero han logrado una histórica que por lo visto es del siglo XIX.
La tradición afirma que la medalla de San Benito es uno de los amuletos del catolicismo más poderosos y benefactores, si está bendecida de acuerdo con un ceremonial muy elaborado preestablecido, y sobre todo posee un enorme poder de exorcismo y de protección frente al mal y la enfermedad; aunque hay que mostrarse digno de ella y llevar una vida muy honorable. La medalla está cubierta de símbolos, anagramas y abreviaturas, así como alusiones a la vida del Santo. Su diseño es antiquísimo y ha sido reconocida como eficaz por muchos papas.
El regalo me emocionó, aunque también me llenó de responsabilidad, porque no puedo defraudar la confianza que la medalla ha puesto en mí para venir a mis manos; quise que la llevara una de mis hijas en vez de yo mismo, pero no quisieron; yo siempre pido regalos raros, que les cuesta Dios y ayuda conseguir a mis familiares, como por ejemplo relojes de arena de una hora, atriles o facistoles con guardapáginas de hoja de vidrio etcétera; pero ellos, no sé cómo, siempre consiguen encontrarlos como unos verdaderos discípulos de Indiana Jones. Como un arpa eolia era carísima, pieza casi de museo, se decantaron por la medalla de San Benito y hete aquí que ya tengo una. No sé por qué, consigo ser al mismo tiempo un descreído absoluto y un creyente fervoroso, aunque poco cumplidor; quizá nunca resolveré esta ingénita contradicción; como a muchos, el Dios transmitido y elaborado por la cultura humana me repugna un poco y prefiero hacerlo a mi imagen y semejanza, lo cual no me impide pensar que no sea, más allá de esos límites, diferente y el mismo para cada persona al margen de esas elaboraciones culturales.
Casi el mismo día que me puse la medalla tuve un suelo curioso, interrumpido violentamente antes de que se volviese una pesadilla; de él apenas recuerdo nada, salvo que iba a coger con mi mano derecha una caja blanca y entonces una especie de animal negro y malo de forma muy indefinida se acercó como un rayo a mi mano, no sé si para quitármela o morderme; nada más tocarla se apartó súbitamente como si hubiese recibido una corriente eléctrica. Me desperté más sorprendido que sobresaltado; un creyente habría atribuido este suelo a la protección de la medalla; un descreído, a la ilusión que me provoca creer en la protección de la medalla. Yo, ambas cosas. A pesar de ese efecto apotropaico, me siento como un sirviente, no señor, de la medalla; no es un anillo que desee el mal, sino un amuleto tradicional cuyo fin es mejorar la condición de las personas y cuyo fin es propiciar el bien.
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