La corrección de exámenes es un refinado arte de tortura; de ahí que los profesores se tomen tanto tiempo en hacerla, despacio y morosamente, recreándose en la contemplación de la obra de arte al par que en su deleitosa ejecución. Los alumnos, además, críticos implacables del producto e impacientes por consumirlo, no permitirían otra cosa sino la mayor perfección posible y la acumulación de tiempo que brinda a las obras, con sus últimos retoques, la patina de lo clásico y universalmente admirado. Dicen que hay quien produce de sí obras como buñuelos para un consumo masivo, pero estos productos, carentes del peso del contenido y de la profundidad que revela la perspectiva del tiempo, no alimentan el gusto estético, sino que lo engordan y deturpan. El examen, que resulta una inspección profunda de las estupideras (y alguna remota vez, entendederas) del alumno ha de coserse con el hilo rojo de la sangre, el sudor, las lágrimas y las espinas de las faltas de ortografía; con las décimas miserables de los puntos de sutura; con los moratones y cicatrices de las tachaduras; es, fuera de todo esto y ante todo, una construcción moral que requiere, por parte del relajado brazo seglar del profesor, una elaborada resignación ante la erosionada capacidad didáctica que dan los años de sufrimiento en las trincheras del frente y la naturaleza dura y poco maleable del material escolar, resignación que se levanta sobre una paciencia de Purgatorio que empieza con la templada resolución de un Job y termina con la inevitable y tan postergada moción de Herodes el Grande.
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