domingo, 2 de enero de 2011

El danés III

-¿A qué te refieres?

-Sobrino, hay algunas personas que viven en lugares donde los ángeles no se atreverían a entrar. Esta gente no escribe tarjetas navideñas ni da señales de vida (y mejor que no las dé), porque la pasan toda entera en una útil penumbra, mirando de reojo a los demás y no interviniendo sino por accidente. De ellos casi nadie se acuerda, y más les vale, porque aun recordarlos causa problemas. Y de problemas te estoy hablando... Problemas muy serios, tremendos, si eso es lo que quieres; desde luego viajes y cosas extrañas no te irían a faltar.

Me impacienté; mi querida tía nunca había sido capaz de ir al grano de buenas a primeras; eso le habría parecido tan impertinente como soltar un pedo en la ópera; al menos en la antigua, porque la Operaen que acababan de construir en la isleta de Holmen le parecía un horror moderniense semejante a un birrete de graduación. Mi tía, por mucho que se ufanase de moderna, no había podido librarse todavía de sus prejuicios de anticuaria, que tenían algo también de prejuicios de clase, porque no en vano había tenido una infancia horrorosa marcada por el rigor de la Indre Mission. Pero lo peor estaba por llegar.

-Y no debes olvidar la decisión de tu madre, Torben. La mayoría puede andar presumiendo de estar libre para hacer lo que quiera en la vida, pero el destino no te ha deparado ese consuelo. Estás en esta vida para hacer algo digno, algo diferente, algo que merezca la pena del sacrificio que hizo tu madre, que muchos no entenderían; yo no exigiría menos de ti.

Desde que tengo uso de razón conozco esa historia. Una historia conmovedora, ciertamente. En la Iglesia todo el mundo se emocionaba con la historia del bebé Moisés abandonado al Nilo y sus cocodrilos en un canastillo de frágil mimbre; pero a quien tenía que emocionar realmente era a mí, porque era mi propia historia, y con ella me habían aburrido desde que soplé mi primera vela, la primera del poema de Kavafis. Mi madre me tenía en el vientre cuando enfermó de cáncer; el tratamiento exigía una quimioterapia que habría causado el aborto, porque el embarazo aceleraba el curso de la enfermedad; ella se negó y dejó a mi padre viudo y a mí vivo. Me quería más que a su propia vida, y yo debía corresponder a sacrificio tan importante. Mi tía se había encargado de suplir la ausencia de mi madre durante mis primeros años, pero nunca había dejado de colgar sobre mí esa espada de Damocles. Estaba señalado por el destino para ser, de alguna forma, un modelo para los demás. Una carga tan pesada y dolorosa como la de una corona de hierro y clavos.

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