La música del mundo
A qué negarlo, la orquesta no iba bien. Disonaba, como poco: faltaban algunos instrumentos esenciales cuyo silencio se sentía como un despojo, y los que estábamos, desafinábamos, no nos concertábamos salvo en el error, extraviábamos el derrotero de la melodía, hacíamos más ruido que nueces. Además, los músicos no acudíamos a los ensayos sino caprichosamente, dejándonos llevar por las razones erráticas de nuestro albur que defendíamos sin embargo como si fueran inexcusables. Procedíamos, en fin, a nuestro antojo y sin remordimientos.
Algunos ejemplos: la percusionista, que hacía chocar los platillos siempre a destiempo, padecía de migrañas y de desengaños amorosos que la postraban indistintamente durante semanas; el oboe cuidaba de sus sobrinos por las tardes, y los miércoles y domingos prefería ver el fútbol por televisión a torturar su instrumento hasta la apnea; una porción importante de la ya de por sí menguada sección de viento amenizaba cada sábado bodas, funerales y corridas de toros en todos los pueblos a cincuenta kilómetros a la redonda.
Al principio, sin embargo, ciertos ayuntamientos y sociedades culturales de tercera división habían contratado los servicios de nuestra compañía, haciendo uso de la liberalidad de quien tira con pólvora del rey y tal vez seducidos por el pomposo título con que el director, no en vano apodado “Charanga”, la había bautizado: Moderna Orquesta Filarmónica Europea de Tajamontes (conocida rencorosamente en los alrededores de nuestro pueblo como “la Mofeta”). No obstante, no tardó en cundir la venenosa especie de nuestra incompetencia y el teléfono un día dejó sencillamente de sonar. Y, aunque parecía imposible, todo empeoró todavía un poco más.
Los músicos, resentidos no tanto por el fracaso como por una imprecisa sensación de agravio para la que era imprescindible pasar por alto el concurso de nuestra propia ineptitud, empezamos a entregarnos a un rencor sordo y creciente que tenía la eficacia de la reciprocidad: la sección de cuerda boicoteaba las entradas de la de viento alargando más de lo necesario sus desafinados arpegios, y las tubas respondían entonces resoplando como cargueros cuando los violonchelos atacaban su partitura. Durante un ensayo, en medio de un basso continuo de Brahms tocado de verbena, el segundo violín intentó sacarle un ojo al violín primero con el hueso afilado de la punta de su arco. Poco después, una tarde ya colmada de rencores, al pianista le engrasaron los pedales y el impromptu sonó como cuando se purga una estufa chubesqui. Pero lo peor de todo era que el joven tañedor de lira flirteaba con toda desfachatez en pleno ensayo con la fagotista, a la sazón esposa del director, el cual, resistiendo como podía hasta el segundo movimiento, se dejaba finalmente caer sobre el atril sollozando, arrebatado por el desconsuelo. Devinimos en fin un cuerpo en descomposición. En cada convocatoria de ensayo de la orquesta contábamos bajas, incluso físicas, y era difícil no dejarse llevar por el desaliento de un espectáculo que se parecía cada día más a la franja de Gaza.
Un día, sin embargo, Charanga apareció con expresión enigmática. Tenía que decirnos algo pero quería que se lo preguntáramos.
–Han llamado –informó lacónico.
Al parecer la noticia de una orquesta en guerra se había extendido como una mancha de aceite y de pronto éramos necesarios por razones inesperadas. El director fingió despecho pero le delataba su sonrisa. Interesábamos por nuestra anomalía pero simularíamos no saberlo. Lo importante fue que volvieron los contratos, mejorados, multiplicados, espléndidos: todo el mundo quería contemplar al monstruo; los pueblos cercanos, ciertos ayuntamientos medianos de la provincia, la pequeña capital, todos ansiaban asistir al prodigio de una orquesta caótica que se atormentaba a sí misma. Lo cierto es que nosotros lo hacíamos sin esfuerzo, no sobreactuábamos, éramos unos artistas sinceros. Sencillamente nos odiábamos y, además, la naturaleza no había tenido a bien surtirnos de talento musical, bien lo sabíamos.
Y así, una tarde en que ensayábamos en medio del desbarajuste en que nos desenvolvíamos habitualmente, volvió a sonar el teléfono. Charanga corrió como siempre a descolgar el aparato, pero esta vez lo vimos palidecer, dijo: "sí, sí, sí", colgó y, mirándonos con lágrimas en los ojos, gritó: "¡Viena!"
Actuamos en el concierto de Navidad, fue un éxito, el público se conmovió hasta la médula, como seguramente no lo había hecho jamás asistiendo a los conciertos de su engolada Philarmonica. Acaso nuestro fracaso les recordaba el cataclismo de sus propias vidas nunca afinadas del todo. No sé. Así llevamos ya ocho años, alrededor del mundo, como heraldos de la mediocridad. Lo cierto es que yo he pensado alguna vez en dejarlo, creyendo quiméricamente haber sido llamado a empresas mayores, sintiendo la extrañeza de triunfar fracasando. Pero sigo aquí, arrojando las baquetas de mi xilófono contra mis compañeros, que me devuelven cada vez el reproche de sus notas disarmónicas y sus miradas de resentimiento. A lo mejor lo que me gusta es que la orquesta, con su ruido, evoca la imperfección de un mundo que se pretende vanamente ordenado.
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