martes, 11 de febrero de 2014

Historias de guerra, de posguerra y de ahora mismo.

La abuela de mi mujer era una de esas personas sacrificadas de antaño, una de esas castellanas íntegras y generosas que dejaban a hispanistas que pasaban por aquí, como Ticknor, admirados de las cualidades del pueblo español.

Durante la Guerra Civil todo escaseaba y no era bastante la cartilla de racionamiento como para conseguir, por ejemplo, la leche que necesitaban sus hijos. Al poco de llegar el lechero se agotaba el corto suministro y parte del pueblo se quedaba sin ese precioso elemento de primera necesidad. Así que, como buena matrona manchega, tomó la costumbre de madrugar y, mientras caía la escarcha a la hora más fría del día, antes del alba, salía de esta ciudad, antes villa, y se acercaba por la carretera de Miguelturra al lechero que la traía en su acémila hasta Ciudad Real, para comprarla antes de que se acabase. 

Pero su generosidad le costó cara: atrapó una bronquitis crónica a causa de tantos días de intemperie verspertina y eso le acortó considerablemente la vida, privando a sus hijos de una madre excepcional a una edad impropia y sin que pudiese ver los frutos de lo que con tanto amor había sembrado. Por demás, y ya en la posguerra, uno de sus hijos, tan espabilado que algunos hablaban incluso de hacerlo secretario del Ayuntamiento (disculpen la obscenidad), enfermó gravemente del corazón. La madre, inquieta, no reparó en sacrificios para que el chico se repusiera pronto; por ello fue a ver a un médico de gran fama, quien le recetó inyecciones de calcio. Cada quince días se repetía religiosamente la visita, para que se las pusiera él mismo, cobrando tanto el tratamiento como la medicina. El caso es que, de todas maneras, y a la larga, el chico empezó a sentirse mucho peor. Como el tratamiento se prolongaba y el muchacho iba a peor, fueron a ver a otro médico, quien, tras examinarlo detenidamente y hacerle las pruebas pertinentes, dictaminó que la leve afección cardíaca que padecía había curado hacía tiempo, pero la rutina de las innecesarias inyecciones de calcio, una y otra vez, solo para cobrar, a pesar de no ser ya necesarias, le habían causado una enfermedad cardíaca mucho peor y ya solo le quedaban unos tres meses de vida. Y falleció en ese plazo. Quien me contó esto fue una de sus hermanas, que no pudo estudiar, al contrario que su hermano, a pesar del empeño cerril de la maestra, que quería que hiciera estudios superiores y fue muchas veces a decir a su madre que, por amor de Dios, la chica valía mucho y no podía dejarla consagrada a labores y ajuares. Pero, no habiendo entonces dinero ni becas, no había remedio. El mérito no florecía en esa época si se era mujer entre muchos hermanos y sin lo suficiente para pagar las cuentas que una educación en regla exigía, que eran muchas. Si su hermano hubiera sido un poco más afortunado, solo habría tenido que padecer la falta de escrúpulos del comercial que vendió talidomida en Ciudad Real cuando en toda Europa ya se sabía que hacía nacer bebés sin brazos, sin piernas, sin nada o con extremidades atrofiadas; por lo menos no hubiera muerto. O podría haber sido afortunado del todo y no llegar a padecer nada de eso.

La siguiente historia de la Guerra Civil le ocurrió a mi abuelo y me la contó mi padre. Hacia el fin de la contienda pasaba por su pueblo un camión de presos que, al amanecer, con terrible eufemismo y como escribían a sus familiares, "partiría con rumbo desconocido". Los iban a trasladar o a darles "un paseo", vamos. Uno de los que iban en ese camión de presos conoció a mi abuelo, por ser coterráneo suyo, y lo saludó. Él también lo vio y, sabedor de lo que iban a hacer con él, se despidió de él levantando la mano en un último adiós. Pero también estaba allí un sicofante, el cabrón oficial que tiene todo pueblo, y denunció que había hecho el saludo republicano: el puño en alto acompañado del ¡salud! habitual. En consecuencia, y menos mal, su último adiós solo fue recompensado debidamente con una paliza que le dejó la camisa pegada a la piel con sangre y medio muerto. (Mi abuelo era un tiarrón de metro noventa, pero ante cinco fulanos fornidos y armados con garrotes de los de antes, poco le cabía hacer).

La última historia le sucedió a una conocida mía, nieta de la abnegada madre de que he hablado. Aunque no es de la época de la guerra ni de la posguerra, podría serlo, ya que hay elementos en ella que me recuerdan mucho las historias anteriores. Resulta que una ministra del régimen, llamada por mal nombre Mato, y no sé si también una virreina suya, decidió ahorrar en radiólogos y que, por tanto, pasasen las radiografías de las mujeres que habían tenido cáncer sin diagnóstico previo, directamente al médico de cabecera o incluso al oncólogo especialista. Así pues, se suprimió uno de los dos criterios necesarios para evitar un error al diagnosticar enfermedades graves. El resultado fue que pasaron tres o cuatro años de revisiones sin que el oncólogo u oncóloga notase una metástasis brutal. Este error médico fue descubierto por el médico generalista. Desde luego, no sé cuánto habrán logrado ahorrar los virtuosos e incorruptos dirigentes que nos maltratan, pero sí sé que muchos pagarán ese dinero con algo que no tiene precio: la vida.

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