No me gustan las banderas. En concreto, las españolas: todas están manchadas de rojo sangre. No hay bandera más hermosa ni más limpia que la blanca, es la bandera de la Humanidad: la del algodón que sirve para desinfectar las heridas que causan las otras banderas.
El doctor Samuel Johnson definía el patriotismo, en su muy subjetivo diccionario, como "el último refugio de los canallas"; la bandera es, pues, el último refugio de los canallas, sean Eduardo Inda ofreciéndole el pin de la bandera a Pablo Iglesias, que lo rechazaba aduciendo que "mi madre me enseñó a no aceptar regalos de desconocidos", sea Rajoy, levantando un banderolón en pleno centro de Madrid, en Colón, para saquear España a su sombra, sea Arthur Mas, empeñado en empequeñecer Cataluña hasta lo ridículo bajo un trapo, sea Pedro Sánchez, refugiándose debajo de un paño bañado no con sangre de españoles, sino de seres humanos provistos de la única insignia común que tenemos desde que nacimos, el ombligo.
Las verdaderas banderas se venden. Se venden en Zara, en Dolce y Gabbana o en cualquiera de los centros que atienden las necesidades de distinguirse de los pijofrénicos.
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