Decía Borges en un soneto: "Sobre la sombra que yo soy gravita / la carga del pasado. Es infinita". Pasémoslo a la esfera personal. La carga del pasado puede aplastarle a uno, especialmente si es muy negativa o queremos verla muy negativa. El modo de sobrevivir a la misma es negarla u olvidarla; pero cuando el pasado es mayor que el futuro que nos queda eso es lo mismo que negarse a uno mismo u olvidarse a uno mismo. De algún modo hay que asumirse, tarea en la que cada uno se empeña en vivir o se empeña en morir. Algunos se transforman en fantasmas cuando niegan su trabajo o cuando niegan a su familia, y entonces tardan poco en morir, como esos viudos o viudas que, a semejanza de una parra y un olmo, están entrelazados de tal manera que, cuando uno falta, el otro tarda poco en desplomarse y morir. Sobreponerse a eso es muy duro; supone imaginarse un cielo desde el profundo pozo de la noche en que uno está metido. Esa cósmica soledad posee también algunas virtudes: con ella se ve clara la poco halagüeña posición del hombre en la realidad, reducido a ser una chispita efímera de la hoguera, o mejor aún, rescoldo universal. Cuando pienso en los pobres Leopardi, Poe o Mainländer, la noche se vuelve todavía más negra. Y de ello se deduce que la cultura no sólo no ayuda, sino que empeora las cosas, porque también es una forma de memoria, y la memoria está rigurosamente pegada a los sentimientos: sólo se recuerda -al menos de forma consciente- lo que ha sido sentimentalizado positiva o negativamente; nuestro ego es una consecuencia de esas sentimentalizaciones, plasmadas en conductas repetidas o automatismos escasamente conscientes. El único conocimiento que satisface es el de lo que hay después de la muerte; pero lo más cercano que podemos alcanzar con el pensamiento es la dura y difícil resignación. El ego es un constructo de sentimientos, pero no de ideas, porque las ideas son estrictamente impersonales. De hecho, las ideas perduran, pero el ego no. El descubrimiento de que el ego es intrísecamente malo es de los budistas; las otras religiones y filosofías son sólo torpes aproximaciones. El mismo ego de Dios es una ilusión especular del nuestro, y de ahí sus poco razonables e incomprensibles actitudes. Procuro acercarme a la difícil resignación budista, que niega el yo mediante la compasión por los otros yoes, mediante esa especie de entrega que es la disolución del yo en el todo.
"Los hombres mueren, y no son felices", decía Albert Camus en su Calígula. Sin embargo, contra todo esto se levanta un argumento, el de que lo peor, sin duda, es morir sin haber vivido, que bien lo sabe quien lo ha probado, y no es poca objeción.
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