domingo, 16 de diciembre de 2007

300 espartanos

He visto la película 300 de Zack Snyder, forjada y casi calcada sobre una novela gráfica de Frank Miller, al menos algo documentada y con el notable precedente de 300 espartanos, una película clásica de Rudolph Maté. El resultado es más que bueno, pese a las inexactitudes que son de rigor y se explican por las necesidades de la estructura narrativa (en Esparta había dos reyes, no uno; no puede verse una ciudad destruida por los persas antes de llegar a las Termópilas). No se les ve comer la poco apetitosa sopa negra o brodio, milagro de la dieta mediterránea por la que están tan macizos; los anfictiones y los inmortales parecen unos orcos salidos de El Señor de los Anillos, la dentadura de los guerreros parece lavada desde la niñez con flúor, la moda asiática se ha sacado del rinconcillo más negrata del Bronx y no se muestra la penosa situación de los esclavos ilotas mesenios, a los que inmolaban periódicamente, pero, desde luego, son lacónicos y sentenciosos en el hablar y se acogen en el texto del magnífico guion muchas de las más célebres y famosas anécdotas, tan históricas como mentirosas, de Herodoto. Pero han captado el espíritu espartano, el espíritu de una época, y eso no es poco, qué va, es mucho: han logrado reflejar en la pantalla cómo se veían los griegos a sí mismos, quizá porque los americanitos se ven también tan orgullosos como los griegos. Una visión desagradable para los tiempos modernos, en que nos identificamos mejor con Jerjes, en la realidad un benigno civilizador más parecido a un jefe de comisión europea y no un chismoso correveidile cizañero como cada uno de los que formaban el insolidario patio de grillos de la Hélade. En la película el Jerjes protagonista de uno de los más hermosos solos de oboe de una ópera de Haendel es un mariquituso negrata con pinta de tentador Lucifer salido de un orgiástico harén oriental y con más agujeros en el cuerpo que Bonnie and Clyde.

El filme tiene la consistencia de un peán de Calino o Tirteo y la virtud de revivir el antiguo sabor de lo épico, salino y terroso como la sangre, que sólo degusté últimamente en Salvar al Soldado Ryan, de un gran narrador como Spielberg. Por otra parte, la película tiene un mensaje político neofascista evidente, que han notado a la perfecta los grandes especialistas en ese ajo, los chiitas de Irán: degrada a los persas y a la cultura musulmana y negroide por transposición, con algunas concesiones: se critica la nula valoración de la mujer en ciertas culturas y el peso desmesurado que el misticismo y la religión ejerce en sus valores. Creo que todo el mundo ha podido apreciar estos contenidos, que no desmerecen del espectáculo estético de esos griegos cachas salidos de un gimnasio hartos de hacer flexiones y de la calidad estética y coreográfica de la esta ópera sin música que de notar sea.
En fin, una película entretenida que vale la pena ver y que puede suscitar algún interés por la cultura clásica.

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