Cuando me releo pienso que el individuo que escribe tales cosas debe ser un ratón de archivo de cuidado, y me doy miedo a mí mismo, joder, e incluso siento un cierto rechazo. Uno termina por volverse tan ridículamente complejo que ya sólo obedece a las directivas del Caos, una especie de monstruo Demogorgon con un solo ojo y mil pies, manos y cabezas, que anda buscando por la noche de la conciencia no se sabe qué. Más de una vez suelo decir que envidio a esa gente ordenada que, gracias a su facilidad para ponerlo todo en el lugar de su sitio, es capaz de sacarle el máximo rendimiento a su trabajo y por eso no tiene necesidad de esforzarse tanto. Yo, por el contrario, que trabajo tanto, -aunque no siempre en lo que me conviene, a causa de un curioso trastorno de la personalidad- si además hubiera sido ordenado hubiera sido un auténtico monstruo y me habría dejado mucho menos en el tintero de lo que me he dejado. Pero habría perdido parte de mi olfato investigador y de mi talento creativo, disposiciones que no se alimentan precisamente con razonamientos cuadriculados y académicos. Es que la curiosidad no sirve para ordenar estanterías y cerrar armarios, sino para revolverlos y confundirlos, para hacer un solo libro de todos los libros, para pegar con cola en un solo jarrón todas las ánforas rotas. Eso permite desenterrar cosas nuevas y encontrar insólitas conexiones con las antiguas; es lo que encuentro reconfortante en la investigación; pero son frutos que se recogen tras años de voluntad ciegamente sostenida y de obsesión sin descanso. Es muy fácil romperlo todo en pedazos; lo realmente difícil es sacar lo valioso de toda esa fragmentación y construir una interpretación con ella; y ese talento creo poseerlo yo; a él he consagrado mi vida y casi todo el tiempo que poseo; la lástima es que creo que me moriré sin poder poner por escrito todo lo que he llegado a saber y, sobre todo, mucho de lo que he llegado a intuir. Y es en estas ultimidades cuando llego a echar realmente de menos un poco de orden en mis ideas, en mis trabajos, en mis horarios, en mis notas... En realidad, gran parte de mis libros han logrado salir a flote quizá gracias a la presión de mi mujer, que es una ordenancista de cuidado, la desatascadora de mis bloqueos y la que echa a andar muy a menudo mis engranajes y mis muelles, con frecuencia oxidados por la depresión y el existencialismo.
Para mí, entrar en el siglo XVIII o el XIX y ponerme a escribir es como posar ante una cámara fotográfica: me paraliza como el susto fosfórico del arácnido flash; después, tengo que hacer un esfuerzo, tragar saliva, musitar débilmente "no, no" y sumergirme igual que un buzo de fines del siglo XIX, con una pesada escafandra y un cinturón de onzas de plomo, en un océano en su mayor parte desconocido y sólo en una muy pequeña intuido y apenas conocido, respirando el aire contado de una bomba manual. Al poco de estar paseando por el fondo desbrozando malezas marinas, me acomete la borrachera de las profundidades y no quiero salir de ahí; me tiran del cable, pero no salgo. No puedo, no quiero salir. Me tienen que arrastrar fuera del despacho forrado de libros y del ordenador a las tantas de la noche para poder dormir algo, y aun me olvidaría de comer, porque en el fondo del océano ni siquiera siento hambre: sólo el tirón insaciable de la curiosidad. En el fondo del océano, me transformo en un tiburón de datos e historias. Y, cuando me sacan del agua, no puedo nadar, me asfixio, pienso que estoy en otro mundo y mi mirada se pone vidriosa: soy un pez fuera del agua.
Para mí, entrar en el siglo XVIII o el XIX y ponerme a escribir es como posar ante una cámara fotográfica: me paraliza como el susto fosfórico del arácnido flash; después, tengo que hacer un esfuerzo, tragar saliva, musitar débilmente "no, no" y sumergirme igual que un buzo de fines del siglo XIX, con una pesada escafandra y un cinturón de onzas de plomo, en un océano en su mayor parte desconocido y sólo en una muy pequeña intuido y apenas conocido, respirando el aire contado de una bomba manual. Al poco de estar paseando por el fondo desbrozando malezas marinas, me acomete la borrachera de las profundidades y no quiero salir de ahí; me tiran del cable, pero no salgo. No puedo, no quiero salir. Me tienen que arrastrar fuera del despacho forrado de libros y del ordenador a las tantas de la noche para poder dormir algo, y aun me olvidaría de comer, porque en el fondo del océano ni siquiera siento hambre: sólo el tirón insaciable de la curiosidad. En el fondo del océano, me transformo en un tiburón de datos e historias. Y, cuando me sacan del agua, no puedo nadar, me asfixio, pienso que estoy en otro mundo y mi mirada se pone vidriosa: soy un pez fuera del agua.
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