Las enfermedades me tardan más tiempo en curar. Soy menos fuerte, y lo noto al subir escaleras o llevar pesos. Me cuesta respirar profundamente y eso ya no me llena, ni siquiera de satisfacción. Mis manos son más torpes (o menos hábiles) y tremulan con facilidad; a veces me atraganto, lo que antes no me pasaba; cada vez me quedan menos dientes y tengo que masticar más; los ojos ya no pueden leer la letra pequeña y me es imposible entrar a matar el ojo de una aguja. La piel es más rugosa y hay muchas más canas en mi cabeza y en mi pecho de lo que yo quisiera. La memoria me junta las cosas parecidas y a veces pierdo la palabra oportuna; sé más cosas, pero de forma más abstracta y sin detalles concretos. El tiempo me vuela: las semanas se me encogen a días y los meses a semanas. Tengo menos entusiasmo por hacer cosas nuevas y me cuesta ir a cualquier sitio o abandonar una costumbre, aunque sigue intacto el deseo de hacerlo. Las cosas me parece que se repiten, y no necesariamente porque vea televisión, y siento una invencible inclinación a enviar a tomar por culo a todo y a todos y a posponer cosas que antes quería hacer de inmediato. Busco pretextos para no hacer nada y me cuesta arrancar, aunque cuando arranco, y es un milagro, no paro hasta llegar a mi objetivo, aunque me lleve años, de forma terca y testaruda. Tengo más experiencia y cometo menos errores, pero soy menos rápido en hacer las cosas. Mi aorta se está saliendo de sitio y la cafeína me sale también hasta de las orejas. No encuentro la posición para dormir bien, ni para sentarme bien, ni para respirar bien. Duermo mal, me levanto mal, tomo cuatro tipos de pastillas para cuatro achaques diferentes. Voy al médico de mala gana y cada dos por tres. Me deprimo y no sé ver nada positivo ni encontrar gratificación en los éxitos. Lo único que es capaz de tenerme sentado durante una hora es el ruido de los árboles, del aire, del agua y de los pájaros, porque no quiere decir nada más que lo que dice. Soy un experto en darle la vuelta a las tortillas y refunfuño a más no poder; necesito el entusiasmo de los demás para funcionar, porque he perdido el mío. Parezco un ejemplo del segundo principio de la termodinámica, ese que los escritores traslucen con el tópico del Ubi sunt? Por la gente, los animales ni las cosas ya no siento afecto o desprecio, solamente esa mezcla de amor y de odio que es el respeto, mayor o menor según la humildad mayor o menor que tengan.
Estoy envejeciendo.
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