lunes, 27 de octubre de 2008

El siguiente

-Ave María Purísima

-Sin pecado concebida.

-¿Cuándo fue la última vez que te confesaste?

-¡Uf, ni lo recuerdo!

-¿De qué te acusas?

-De ser un criticón de la Iglesia; no porque no me considere anticatólico, sino porque pienso que mi forma de ser religioso es ayudar a progresar a la religión atacando los numerosos sinsentidos e hipocresías que percibo en la actitud de la religión que me ha tocado; es mi modo de entender el Evangelio.

-No te entiendo. ¿Así que te consideras un católico anárquico? Pues entonces ¿qué haces aquí?

-Llámeme como quiera. Escribo lo que pienso y lo que siento. Es que los criticones nos hallamos siempre muy solos, no como ustedes, que se tienen entre sí. Yo, con tal de hablar...


-¿Qué más?

-Me acuso de tenerme envidia a mí mismo.

-¿A ti mismo? ¿No será eso Soberbia en vez de Envidia? La envidia se tiene a los demás...

-No, yo creo que es envidia. De los demás nunca he envidiado otra cosa que la paz y la tranquilidad. La envidia que yo siento se tiene cuando se vive embotellado en un mar de soledad absoluta. Fuera hay una muchedumbre de olas que susurra cosas que no comprendo. Verá, algunos dicen lo maravilloso que soy, que cuánto he conseguido, que soy un padre magnífico, esto, lo otro y lo de más allá; pero como no siento gratificación por esas loas, me envidio ferozmente, porque no me reconozco en ese tipejo y sólo me creo lo que me espeto y se escucha de malo sobre él, porque también me digo y se dice mucho de malo sobre él: que es despistado y desordenado, que soy y es antipático, que es y soy muy serio, que no me cuido ni se cuida, etcétera. Quisiera ser como ese otro, pero sólo me reconozco como el peor, no como el mejor. También atisbo los límites infinitos del mar y del cielo y me siento un miserable. Me veo como un Endriago, derrotado y humillado constantemente por el Amadís que es ese otro. Es más, lo veo ya tan inalcanzable que incluso no quiero ser como él, no deseo esforzarme, no deseo nada ya, ni siquiera sentir envidia. He pasado al pecado de la abulia, y sólo no consigo librarme de la funesta manía de escribir sin parar.

-Bueno, pongamos que te tienes algo de amor propio descarriado o envidia, ególatra sin remedio. ¿Qué más?

-Me acuso de ser un completo y rematado ignorante, y de haber profundizado en la duda hasta la extenuación. Dudo hasta de que se pueda decir la verdad con palabras, y que sea verdad lo que está contado aquí.

-Mi querido sinvergüenza, debes dejar eso en las manos de Dios, que lo sabe todo y puede alumbrar el fondo de los corazones.

-Dudo de Dios, y dudo incluso de mí mismo. ¿Quién nos ha dicho que no somos algo tan construido y derivado como nuestros mismos prejuicios sobre Dios? Me mantiene en pie sólo una apuesta, la apuesta por la vida general y por una razón sin nombre.

-Tus palabras suenan demasiado retóricas y literarias, muchachito. Después de todo, lo único que estás haciendo con esta confesión es hablar contigo mismo transfigurado como cura, o como Dios, si prefieres. Como ves, estás más solo de lo que creías, pero puedes mantener la ilusión de que no has oído esto último si te tratas como un personaje literario y rezas dos padrenuestros y tres avemarías. El siguiente.

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