martes, 4 de noviembre de 2008

Las buenas personas

Uno ha tenido la fortuna de encontrarse en esta vida, y ojalá se encuentre en las venideras, con buenas personas. Topar con estos raros ejemplares de humanidad despierta una especie de estupor y de incredulidad, porque desentonan de tal forma con su entorno que parece que son marcianos caminando sobre la tierra. Desentonan con su entorno, pero es difícil percibir ese aura extraña de buenas a primeras, porque suelen ser modestos y anónimos y se camuflan más que el camaleón y el calamar. El modo de reconocerlos es por medio del trato asiduo y de la vaga tristeza que les empaña la mirada y que tienen la virtud de contagiar más virulentamente que el Ébola, porque uno siente que es una tristeza legítima y con fundamento, pura y despiadada desolación. Uno anda a su lado con cuidado, no las vaya a quebrar o a estropear, tanto es el respeto que les tiene, similar al de una obra de arte o al que suscita lo sagrado. Hago cuentas y veo que en mi vida he llegado a conocer más de ocho o nueve, y mi mujer conoce a algunos más.

Lo usual es que las desgracias se ceben especialmente en estas personas; es como si tuviesen un imán para las desdichas: el diablo los ataca con fruición y les tienta de un modo extremo, pero ellos poseen una resistencia tan templada como la del santo Job, pues no en vano su mundo no es de este reino. Como decía Menandro, "aquellos a quienes los dioses aman mueren jóvenes". Y uno teme por ellos, por su debilidad, más aparente que real, puesto que su alma vulnerable y angélica está fabricada de un extraño metal líquido y celeste que no puede ser destruido ni tiene forma alguna, y asumen tal volatilidad que suelen pasar de este mundo al otro en un pispás. Y de esa poderosa forma que he dicho calan hondo y transmiten su fragilidad haciéndose querer de un modo volcánico e incondicional, porque eso es lo que los define: hacerse querer, suscitando lealtades inquebrantables y afectos unánimes. Son tan inatacables y queridos por sus cercanos que los malvados importantes y ambiciosos renuncian a herirlos, sabedores de su fortaleza, y su modo de humillarlos es alejarse de ellos, ningunearlos, olvidarlos, cubrirlos de colores grises y relegarlos a un rincón perdido de ninguna parte.

De algún modo imposible, conservan la candidez y la inocencia de la infancia y no han logrado comprender de ningún modo la maldad, la brutalidad, la ambición, la grosería, la estrechez de miras, la estupidez. Todas esas cosas les caen encima, pero no los manchan ni les calan ni cambian su naturaleza, y quedan tan inmaculados como siempre, paseándose por las películas de Frank Capra o los cuentos de William Saroyan.

Pobres bellas y buenas personas, siempre poniéndose en el lugar de los demás, siempre echando una mano al que lo necesita, siempre con una palabra oportuna, siempre con la sensibilidad a flor de piel, siempre incapaces de hacer el más mínimo daño, siempre haciendo digno el paso de la vida humana sobre la tierra.

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