jueves, 25 de diciembre de 2008

Mi despacho


Papelotes en desorden, una reproducción de Félix, el Gato, otra de la piedra negra de Rosetta, un reloj de arena de media hora, dos litros de Coca-Cola, el vaso, el teléfono, el ordenador, la temperamental impresora; carpetas de trabajo para dar y tomar, un escáner de hoja que no funciona, las efigies de San Blas, San Cucufato y Santa Gema, que protegen al ordenador y a los libros; las de María Auxiliadora y San Ramón Nonato, que nos protegen a nosotros, aunque la del último anda en otras habitaciones y cajones y le estamos particularmente agradecidos porque intervino ayudando en el nacimiento de Ana Isabel. Libros, libros y más libros; fotos de mis hijas, de mis compañeros de instituto y, a blanco y negro, de mí mismo, rubio y hermoso, flanqueando a mi madre con mi hermano; un mapa urbano de Ciudad Real; el primer grabado de una serie de Gregorio Prieto de hercúleos remeros del Támesis, tres lomos de corcho llenos de notas, horarios, tarjetas, horarios, observaciones y teléfonos a los que no hacemos ningún caso, tres cajones, diez kilos de folios, un búho de cerámica, sacapuntas, cedés, programas de ordenador, altavoces estereofónicos, enchufes, revistas, un reloj parado, un sillón roto y otro intacto y, en él, yo.

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