lunes, 23 de febrero de 2009

American gigolo, de Paul Schrader

He vuelto a ver, y van..., una del muy calvinista de Paul Schrader. Sabe cómo inquietarme con sus guiones de acomplejado, desde luego, planteando dilemas morales como el de La costa de los mosquitos, El taxista (Taxi driver) o La última tentación de Cristo) y es capaz de dibujar panoramas existenciales tan agobiantes como el de Affliction, que dirigía también, o Hardcore; en ambas se pinta una América de una grisura que más que grima da para vomitona; sólo he visto desmadrarse algo así en Monster's ball; le saca partido poético -quién se imaginaría- el autor de The last picture show, Bogdanovich, también en su secuela, a otra escala. Hay su triste poesía igualmente en Badlands, donde la mediocridad se diluye, al par que en los grandes espacios abiertos del mid west, también el tiempo dilatado de un concierto sentimental que se va estragando y cada vez más como una gotera fea y negra de crimen sobre la blancura de sábana del lecho nada nupcial de la sosa pelirrúbea Sissi Spacek. Puede, eso sí, introducir la pierna, como en la laureada Toro salvaje, que para mí no es ni siquiera una mierda consistente, sino pura diarrea, una película a la gloria mayor de Robert de Niro y que se viste de pretencioso negriblanco, como para darle patina calidosa al cuadro.

American gigoló cuenta con chicas (y chicos) muy guapas y guaperas, pero su estética de cafetería de hotel, decorados de interior ausencia, cuadros de arte moderno, coches ondulados, torsos de bronce, edificios geométricos y curiosos de ventana que miran a otros curiosos de ventana resulta particularmente agónica y asfixiante, con un nosequé de deprimente y degradatorio muy logrado. El pobre protagonista deambula buscando a Dios por ese laberinto angelino ("cuánto me ha costado llegar hasta Ti" le dice), siendo fiel a algo hasta el final, cuando todas las esperanzas se le agotan en frases sin acabar, en medio de una soledad abisal, terrible en ese lujoso y lujurioso hedonismo que ahoga y ahorca como una cuerda de seda. Desde luego, domina el arte minimalista y las medias palabras, el sugerir con muy poco; y el montaje povera y estático lo refuerza, así que hay que estar muy atento para cogerlas todas al vuelo y para leer entre las líneas de los silencios y por los rincones de los fotogramas. En un momento se ve, por cierto, un cartel de The warriors, la famosa película de Walter Hill que me habré visto veces chorrecientas, como fondo; si insinua itinerario es más bien paralelo, por lo cual el tachón. Pero la escena con la que me quedo es en el hotel: no he visto en el cine un diálogo, para conocerse, tan hermético, vacío y sin sentido en toda mi vida: el de un hombre con su Dios. También memorable es la escena en que el marido (o la cosa que sea el degenerado ese) le da instrucciones. Se profundiza ahí en el drama de un matrimonio degradado como pocas veces se ha querido ver en el cine. Y para eso no ha sido necesario pasarse de mal gusto.

En fin, siempre merece verse un filme de Paul Schrader, aunque uno preferiría algo más mediterráneo y menos plúmbeo para videar.

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