Fui a Madrid otra vez, invitado a comer en casa de Raúl Morodo. Primero fui al médico, claro está; ya se han llevado las vacas esculpidas que pastaban por toda la capital. La mendiga seguía estando allí, en la misma postura, bajo la manta, sin que se le viese la cabeza, sólo el flequillo, delante de la Escuela Nacional de Administración. El maniquí había perdido la foto de la Audrey Hepburn y ahora vestía un atuendo más primaveral. Cerca de la Costanilla de los desamparados está el cutre Hotel Parajas, inmortalizado en una novela por el malogrado profe esperantista cuya plaza en el instituto hoy ocupo, que murió solo en su casa y lo descubrieron descompuesto por el hedor que desprendía. Cerca, la Hermandad del Santo Entierro, al lado de un tremendo complejo sexual con cabinas y sex-shop y la Cofradía de San Vicente de Paúl, que atendió los últimos días de Félix Mejía. De peregrinación a la FNAC pasé por un mercadillo donde panzudas palomas se atiborraban de restos de camión, por el corrillo del monumento a los abogados de Atocha, por un largo y variopinto desfile de putas. Dos ecuatorianos que descargaban una camioneta se reían sin hacer más comentarios delante de una Venus vestida de cuero, cuasi estricta gobernanta, que decoraba el frente de la librería de La Editorial Católica. Por el contrario y cerca de allí, una negrita ya mayor y cariacontecida aparecía sentada en un bordillo con aspecto de estar pasando un monazo o algo peor. Refrené mis ganas de preguntarle qué le pasaba, como se suele hacer insolidariamente en las ciudades grandes, y aun en las pequeñas, y seguí canallescamente mi itinerario cruzando Sol hasta mi destino, como un cometa con jeta que se estrella contra un planeta dejando tras de sí la coleta, y perdón por tanto -eta, que puede ser más si me peta. Allí y en la Cuesta de Moyano compré Mal de escuela de Pennac, que va ya por su sexta reimpresión, ocho libros de a un euro para regalar a mis alumnos (eso de regalar a los alumnos cosas es algo que no se estila, pero yo lo hago; hubo un tiempo incluso en que les pagaba un soborno a algunos para que callasen algo) y una edición de Espronceda que no tenía.
Por correo recibí la primera edición de Impresiones de José Campo-Arana, la biografía de Francisco Navarro Ledesma de Carmen de Zulueta y la segunda edición de la Gramática de Navarro Ledesma. Por una cierta casualidad me enteré de la historia del Lagarto de la Malena, una leyenda de dragones de mi natal Jaén, de la que habla bastante mi coterráneo Juan Eslava Galán, que es buen escritor y a cuya prima, una rolliza y guapísima rubia llamada Lourdes Galán, profesora de inglés, que ahora anda por San Fernando, Cádiz, llegué a tratar hace años; por cierto que me he enterado de que uno de sus cuantiosos novios de entonces se viene a Daimiel, el profe de filosofía Javier Lumbreras, y, aunque no venga a cuento, he de colar aquí que se me ha vuelto a estropear el ordenata, por lo cual me he pasado casi una semana sin poder escribir post y este primero sale así de tan desordenado.
En fin, que comí en la grande y hospitalaria casa de Raúl Morodo; encantadoras sus cristinas, y sus invitados mexicanos; pero me reservo qué dijimos, algún día lo contaré; me ha regalado y dedicado su autobiografía, ya inencontrable; a los manchegos diré que allí está consignado su exilio manchego en varios pueblos de Albacete.
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