Muchos morimos sin descubrir la verdad y algunos sin sospecharla siquiera porque han preferido no buscarla, solución, según Baroja, muy propia de españoles, quienes, como también dijo Borges, "ignoran la duda". Pero si hemos de ser honestos, si hemos de ser no españoles y ni siquiera catalanes, todavía más españoles que los españoles mismos, hay que exigir no solo que no nos engañen los hombres (incluso en política, tanatorio de las buenas intenciones), sino la misma realidad.
Ya definió Tomás de Aquino qué es verdad: adaequatio intellectus et rei, "correspondencia entre mente y realidad" o, como quiere la Epístola moral a Fabio, "iguala con la vida el pensamiento"; pero ¿cómo va uno a asumir eso? La mente es subjetiva y la realidad es objetiva. Interviene no solo la razón, sino los sentimientos, de los que no podemos prescindir sin dejar de ser nosotros mismos. En la literatura occidental es el tópico clásico de Heráclito y Demócrito, el filósofo que llora y el que ríe. ¿Cuál está en lo cierto, o describe con justeza la situación del ser humano? ¿Lo están ambos? Quizá adoptar una solución sea errar el problema, si es que no es esa la misma solución, la "buena tradición de no hacer nada" que caracterizaba a los andaluces, también según Borges, el estoicismo ingénito en nuestra tradición senequista. Podría ser: una sístole y una diástole es la formula mínima de la vida y el ingeniero genético que encuentre el programa informático de ADN de ese temblor habrá encontrado el origen de la misma. No hay uno sin lo otro. Platón, al concluir El Banquete o, más exactamente, Sócrates, defendió que la tragedia se parecía más a la verdad que la comedia, y así podría ser para Platón, que creía en un mundo ulterior más perfecto como el que prometen todas las religiones salvo el budismo, con lo que ya estaba dividiendo en dos el problema. Pero "solamente una vez es todo verdadero", escribió Feuerbach.
Somos libres de escribir nuestra propia historia, pero el final ya está escrito y no lo podemos cambiar. Veamos donde van a morir las obras literarias, los capítulos finales de las historias escritas por nosotros, que son lo más parecido a la vida que tenemos en la vida; en ellas son más frecuentes los finales felices que los trágicos; y, sin embargo, las pocas grandes obras literarias acaban mal. Está visto que la historia de la vida está, como decía Shakespeare, mal contada, o contada por un idiota, y "nada significa". Creo que los finales felices no son verdaderos finales, sino falsos finales, porque no acaban verdaderamente. El verdadero final es la muerte y no hay más allá. ¿Crearíamos una tercera parte del Quijote con Don Quijote en la gloria? No hay tutía. A lo largo de la vida vamos perdiendo cosas, ideas, sentimientos; a veces incluso perdemos físicamente miembros, porque también perdemos la salud. Si la vida es un viaje, o una lucha, (viaje y lucha son los dos argumentos que tienen las epopeyas), la vida es una épica, pero no una épica gloriosa, porque siempre se pierde y no sabremos nunca si nuestra lucha habrá tenido sentido, a no ser que (ese es el truco) nos inventemos una segunda parte (y siempre nos parecen mentirosas y/o peores). Condorcet pensaba que sí tenía sentido, al menos colectivamente, y adaptó la palabra "progreso" a ese sentido, que desde entonces se usó con entusiasmo. El calentamiento global, la bomba atómica nos dicen que no. Acaso es una épica cómica, como la del Quijote, llena de palizas, fracasos, medias victorias, engaños y manteamientos y que, sin embargo o con él, acaba de todas maneras fatalmente. Y a veces incluso peor. El olvido está lleno de gente heroica que luchó bravamente y de la cual no queda ni siquiera el nombre.
El tema del Quijote lo dice bien: las cosas no son lo que parecen y no parecen lo que son. La verdad es pura y simple: todos estamos mal, pero como vivimos en sociedad hay que disimular y reír. El curativo reír de Demócrito es el único exorcismo no religioso que se nos permite, una hipocresía fundamental, un teatro cómico, una catarsis o purga que nos aleja del sufrimiento y del miedo de Heráclito, y el humor negro es el acto apotropaico fundamental: un rictus en la boca que nos hace enseñar los dientes a la adversidad o a lo absurdo. Porque, si una sociedad no ríe, es que está a punto de ocurrir algo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario