No quería ir, pero me acarreó el entusiasmo de Paloma; eso es lo que quiere uno, que sus hijas/muchachas sean felices. Algunas atracciones parecen construidas para júvenas masoquistas. Yo me compré un anillo de acero con lagartos; me evocaba el lagarto de Jaén, ese que se trajo reptilito de América uno del XVI y luego se comía los rebaños cuando acudía a beber de la fuente de la Magdalena; me sugería a más el mito de la Salamandra y el "rey lagarto" de Morrison. Y era bonito, brillador y destelleoso; no me gusta el oro, sino la plata y lo a ella parejo. El oro tiene precio y culpa, la plata su sol luminador, su inocencia. La salamandra enseña a mantenerse gélido en las situaciones más insufribles; es propia de los artistas, si recordáis la anécdota que cuenta Benvenuto Cellini en su Vida. Es una buena compañía, no una criatura alrededable, como nos han hecho creer. Mi mujer se compró un bolso; el mesón de libros estaba bastante mejor surtido de lo que creía; incorporé nuevas ediciones a mi colección de obras de Lope, antologías de poesía modernista y poetas del 50. Además, un Diccionario de abreviaturas bastante bueno que me faltaba, algo escaso de prisas gráficas arcaicas, y la biografía de Anna Caballé sobre Francisco Umbral, que creía era buena, opinión que he confirmado, por más que a veces me parecía haberla escrito yo mismo, tantas ideas comunes compartimos. Desde luego, toda su vida se reduce a transformar su resentimiento en reconocimiento; hijo ilegítimo como es y educado en la ambigüedad de las relaciones con las mujeres (esa madre que es y no es su tía), apremiado de innúmeros primos y vestido con las hopalandas de la miseria, sin un padre carcelario, rico y que no quería saber nada de él, se buscó unos padres literarios que fueron el fermento de su prosa, padres líricos que le rodearon de un afecto de palabra comunicativa del que carecía realmente: esos padres fueron la Generación del 27, Quevedo, a quien tanto se parece, Ramón Gómez de la Serna y Pablo Neruda. De ahí nace la impureza y brillantez metafórica de su estilo, ni más ni menos. Su tremenda sensibilidad al frío, entre otras hipocondrías que le hacían incluso forrarse de papel higiénico bajo la ropa interior, sus ataques de aprensión y depresión, su inutilidad gastronómica y su amor a las rutinas invariables, desde el inevitable vaso de leche o agua mineral, hasta la melena fosilizada en los setenta, le hacían consciente y narciseramente visible. Me entero así de cómo le echaron del León circulomedinesco y falangocrático a causa del escándalo provocado en la proyección del Orfeo de Cocteau, así como de su devastadora historia de sexo más que de amor con Blanca Andreu, la Rimbaud de sus Amores diurnos, así como reviso con más detalle su trato misógino/ginolátrico/falócrata; aunque ya conocía algunos de sus ligues por sus Memorias eróticas, por ejemplo el que sostuvo con Rosa Montero, desvirgada laboriosamente en Illescas con el pretexto de un reportaje sobre sus grecos, y la abortiva holandesa, a la que se folló porque le sonaba a papel. ¡Los cuernos, no sólo de toro Fundador, que ha tenido que soportar España Suárez! Por lo demás, está claro que ha sido hombre padecedor de hondas carencias afectivas, a las que debemos ese divismo de prosa; sin ellas, es seguro, no habríamos podido gozar de un tan auténtico legionario de la palabra, o al menos no al mismo. En la feria se comían palomitas, berenjenas, patatas asadas con relleno, perritos calientes, hamburguesas, pollos asados, churros, aceitunas, pinchos morunos, guitarras... No me vi tentado. Mis hijas compraron, entre otras cosas, unos alambres para causar escalofríos: tienen almas de torturador vietnamita.
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