miércoles, 19 de agosto de 2009

Regalos

Suelo poner muy nerviosa a mi mujer cuando me pide alguna sugerencia para que me agasaje (qué verbo más ceremonioso, agasajar) con un regalo el día de mi cumpleaños, o cualquier otro día, porque a nosotros nos da igual cuándo regalarnos algo. Y la pongo muy nerviosa porque soy raro. Pido cosas muy difíciles, como relojes de arena de una hora o más, arpas eolias, atriles con lámina de cristal, una botella de cocoroco o incluso de pernod, una medalla de San Benito (si quieren saber cuánto cuesta encontrar la legítima y única medalla de San Benito, búsquenla y verán...) etcétera. Estoy convencido que sólo merecen buscarse las cosas que se encuentran difícilmente. Y si vamos a hablar de libros, para ya. Esto me recuerda cuando ayer fuimos a por un papel a la sección de pediatría del hospital general, y había carteles que mostraban a niños con oficios estrafalarios: capitán de barcos de papel, escultor de nubes, cazador de sonrisas, piloto de alfombras voladoras... El sitio descolocaba un poco a un profesor de lengua; en una caja de cristal paredaña que embutía una manguera, leí Ábrase en caso de incendio, pero como le faltaba la tilde, el sentido se me volvió tan equívoco que pensé que, llegado el caso, perecería por obedecer a la Real Cacademia de la (bífida) Lengua Española; menos mal que no soy monárquico. Mi hija Paloma revoloteó -el verbo es ajustado- provista de un gran rotulador, sacado de nosedónde, deshaciendo los entuertos estos. Yo, también alado, pues Àngel soy, acudí volando, como es propio de mi pluma, y le dije que se dejara de apuñalar vocales. Luego derivamos hacia el híspido espectáculo hípico, donde, pese al brinco de los esdrújulos, no vimos ningún rodeo, porque era el caso ver otros saltos, los de obstáculos; al cabo nos llevamos un gran chasco con un caballo de geográfico nombre y una pobre recompensa de cinco euritos por los éxitos de Lorenzo y Ural, indistintos e indistinguibles como sola entidad, a manera de centauro, y a quienes siempre es grato ver haciéndolo todo bien sin corcovos ni zapatetas. Los caballos, adorables, por supuesto, con esos ojazos, ese flequillo y esas ganas de recibir palmaditas y caricias en la nariz, rumiando sus pajas medio verdes. Para otras pajas estaban las robustas y amazónicas señoritas de doradas crines que se paseaban entre las cuadras; una, en concreto, atalajaba un caballo de tal manera que hacía saltar los plomos del más monástico erotismo, hasta el punto de que envidiaba uno la suerte de la gente a cuatro patas. Otra, sentada en su trono de plástico sobre el camino que los viandantes debían pasar, como para revisar esclavos de su belleza, se desanimó cuando la mayoría, sabedora de su necesidad de piropeo, la ninguneó con la vista. En el gremio animal dominaban las yeguas, aunque un señor de largo instrumental amoroso llamó la curiosa atención de mis hijas y la avergonzada mirada esquiva de mi esposa. Una de estas señoritas de crin primorosamente anudada llevaba blancas las orejas, no me digan por qué.

El cuadrado ruedo habia sido cubierto de arena de caolín, no sé si para evitar los sustos que dieron los focos a varios caballos el año pasado. En fin, nos comimos con hambre pantagruélica un pollo asado por Mercadona como dios manda, en compañía de pimientos asados y patatas fritas. Aunque faltó la cerveza al acto, siempre grata invitada, el ágape resultó opíparo y el día redondo como un cero mayúsculo.

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