Tras algún tiempo en que abandoné su búsqueda, por fin he dado con el último poema de Luis Antonio Ramírez Martínez y Güertero, más conocido por su acrónimo Larmig, "Querellas del vate ciego" o, como lo llamaba Gaspar Núñez de Arce, a quien se lo leyó antes de suicidarse, "La hija de Milton", pp. 291 – 311; hacia el final se nota que habla a la posteridad y a sus hijos, pidiendo perdón por lo que va a hacer:
I. Milton y su hija Débora.— II. La luz. — III. Gloria.— IV. Infidelidad.— V. Revolución inglesa (1642-1660). — VI. El Paraiso perdido.- VII. ¡Cinco libras esterlinas!. — VIII. Adiós á la patria. — IX. Desaliento. — X. El llanto de Débora. — XI Al destierro. — XII. Conclusión.
I
El tibio resplandor de la alborada
se extiende por los términos del cielo
y traspasa la lóbrega y pesada
niebla, que entolda de Bretaña el suelo.
En el brazo de Débora apoyado
un ciego de canosa cabellera,
con insegura planta, de un collado
desciende de la mar a la ribera.
Es el cantor de la celeste guerra,
del bien perdido, del castigo eterno,
de la primera culpa de la tierra,
de la primer conquista del Averno.
De Débora los dulces claros ojos
son del azul del cielo refulgente;
guardan sus esmaltados labios rojos
perlas abrillantadas del Oriente.
Es cual la flor de la mañana pura,
como ensueño de amor es hechicera;
la dio el sauce su lánguida tristura,
la dio su gentileza la palmera.
Tiene del cisne erguido el albo cuello,
levantado es su pecho, su pie breve;
desciende en rizos de oro su cabello
desde la sien de inmaculada nieve.
Atesora su cándida hermosura
más que terrenas, celestiales galas:
es un ángel venido de la altura
que tan sólo al bajar perdió las alas.
Besa la falda del agreste monte
que Débora y su padre están bajando
el espumoso mar; en su horizonte
las velas de un bajel se van alzando.
No empavesan la nave misteriosa,
ni flámula ni insignia ni bandera
y el gobernalle rige a la arenosa
playa do Milton con afán la espera.
El seno maternal de la Bretaña
se apercibe a dejar que, en los combates
vencido, va a pedir a tierra extraña
asilo do librar lira y penates.
Y mientras llega la nadante quilla
cuyas pomposas lonas hinche el viento
a la desierta y nebulosa orilla,
del vate oíd el apenado acento:
II.
«Del sol la etérea, la fecunda llama
iluminando la celeste esfera
júbilo y vida por doquier derrama
en su triunfal espléndida carrera.
Himno ferviente al Hacedor entona
la humanidad y olvida sus pesares
cuando del sol la vívida corona
se desprende del fondo de los mares.
Abre la flor sus hojas virginales,
trinan las aves, plácido se agita
el pez entre los móviles cristales
y del orbe la máquina palpita.
»¡Ay del que como yo desventurado
no rinde al regio sol digno tributo
y vive en este mundo condenado
a noche eterna y perdurable luto.
¡Con qué belleza para mí tan triste
la estación germinal de los amores
en mi arrobada mente se reviste
con sus galas de arroyos y de flores!
Ya me figuro ver mieses doradas
que al afanado labrador consuelan,
ya las ramas del bosque entrelazadas
a do las aves a arrullarse vuelan
o la diáfana gota de rocío
que el puro cáliz de la rosa embebe
o, en el silencio del invierno frío,
las deslumbrantes sábanas de nieve
o ya las olas de la mar henchidas
que amenazantes a la playa llegan
y obedeciendo a leyes no sabidas
con murmurio imponente se repliegan...
¿Quién no adora el poder almo y fecundo
de la sabia y divina Providencia?
¿Quién puede, inerte, contemplar el mundo
con ojos de insensible indiferencia?
¡Oh padre de la luz, astro de fuego!
Si en el templo brillante de tu gloria
no te puede admirar el vate ciego,
te admira en el altar de su memoria
y, si mis muertos ojos un instante
se volvieran a abrir y a ver el día,
¡con qué placer mirara tu semblante,
hija del corazón, Débora mía!
III.
Con áspero rigor desde mi cuna,
sin que un momento de oprimirme ceda,
a sus plantas me tiene la Fortuna
bajo la pesadumbre de su rueda.
Vi al cantor de Julia y de Romeo
pobre bajar a su inmortal ocaso,
visité en su prisión a Galileo,
lloré las penas que lloraba el Taso.
Lira que canta, corazón que gime.
no hay pensamiento grande que no sea
hijo de un gran dolor. Dolor sublime
a los Homeros y Cervantes crea.
Cuando esas sombras del sepulcro evoco
insensato mi orgullo lisonjeo:
la aspereza del mundo es lo que toco,
la gloria universal lo que deseo.
¿No se podrá dejar alta memoria
sino con propias lágrimas regada?
¿En el sagrado alcázar de la gloria
sólo a la desventura dan entrada?
IV.
Yo era gallardo, joven y valiente.
Este alarde perdona al pobre anciano
de temblorosa voz, arada frente,
escasas fuerzas y cabello cano.
Idolatré la pérfida hermosura
de quien no debo pronunciar el nombre,
con toda la vehemencia y la ternura
que amor, sólo el amor, inspira al hombre.
Y, si quieres saber cuánto la amaba,
recuerda, hija del alma, el tierno canto
que trémulo mi labio te dictaba,
y veces mil entrecortó mi llanto
cuando describo la mujer primera,
víctima ya de la serpiente astuta
que incita a Adán risueña y placentera
para que coma la vedada fruta.
¡Cuál se estremece Adán! — Llegó la hora
que el ánimo le inunda de amargura
de abandonar a la mujer que adora
o renunciar a la eternal ventura.
Y ni llega a dudar. No es que le mueva
de ser Dios el soberbio pensamiento,
es que no quiere separarse de Eva,
y así prorrumpe con sentido acento:
"Sin ti la dicha, con tu amor la muerte...
Te pierdo si a mi Dios sigo sumiso;
no, no vacilo: partiré tu suerte
¡qué fuera sin tu amor el Paraíso!"
Y ese triunfo de amor nunca igualado,
que no cantó más lira que la mía,
ese amor, cuanto inmenso desgraciado,
ese infinito amor yo lo sentía.
De mi cariño el consagrado nudo
una mujer rompió. — ¡Mujer siniestra! —
¿Qué importuna piedad tuvo el agudo
hierro que alzó mi justiciera diestra?
La angustia que de entonces me acompaña
me seguirá lo que mi vida dure.
Heridas hay que el tiempo no restaña,
ni bálsamo se encuentra que las cure.
Se perdona la ofensa del extraño
y, con la ofensa, al ofensor se olvida;
pero ¿quién borra el indeleble daño
del desamor de la mujer querida?
V.
Cuando sumido en mi aflicción estaba,
en el aire vibró clarín guerrero;
desolada mi patria me llamaba,
volé a su voz y fulminé el acero.
Luchaban esforzados capitanes
en fratricida y obstinada guerra;
fue otra lucha de Dioses y Titanes
que conmovió los ejes de la tierra.
Ensañadas las huestes combatían,
y su nombre de hermanos olvidaban:
el derecho los unos defendían,
la libertad los otros proclamaban.
Vístese el rey con la bruñida malla
y a defender acude su corona,
truécase el reino en campo de batalla
y un combate con otro se eslabona.
Mas reducen al rey a cautiverio,
en cárcel su palacio se convierte ;
y mientras llora su perdido imperio
el Parlamento le condena a muerte.
¡Ah! Bien recuerdo su figura esbelta ,
su negro traje, su mirar severo,
su adusta faz, su cabellera suelta
y su paso pausado y altanero.
» Los que al cadalso a Carlos conducían
llevaban los sombreros en la mano;
asustados esclavos parecían
pendientes de la voz de su tirano.
Del tablado fatal subió las gradas
con firme y desdeñoso continente
y, clavando en el pueblo sus miradas,
cruzó las manos y dobló la frente.
Impenetrable máscara el semblante
del verdugo de Carlos encubría
y, mirándole el Rey un breve instante ,
dijo con entereza y energía:
"La justicia que el rostro se recata
ha perdido la paz de la conciencia;
su cobardía y su maldad delata
y en alta voz proclama mi inocencia".
Se inclina al tajo, con su diestro brazo
da la señal de herir y, con presteza,
exánime y sangrienta, de un hachazo,
rueda sobre el cadalso su cabeza.
Derrocada la patria dinastía
del rey desventurado con la muerte,
desbórdase rugiendo la anarquía;
la enfrena el Protector con mano fuerte.
Seguí constante la segura huella
del vencedor, indómito caudillo;
deslumbró al universo de su estrella,
jamás contraria, el victorioso brillo.
Atónitos los pueblos admiraban
su fiero ardor, su austeridad sombría;
sus escuadras los mares fatigaban
y su ejército fiel siempre vencía.
Él de la libertad ornó las sienes
con el laurel de inmarcesible gloria
y de su mando los fecundos bienes
con letras de oro grabará la historia.
Pero, no bien a la insaciable tumba
de la presente edad baja el coloso,
tiembla, se desmorona y se derrumba
su alcázar con estruendo pavoroso.
Y la nación, que se juzgó salvada
por la sangrienta mano del verdugo,
hoy, de su libertad ya fatigada,
se amarra dócil al antiguo yugo
y, tras de tanto sacrificio acerbo,
el derrocado trono restablece.
El pueblo quiere ser déspota o siervo;
ama la libertad y la envilece;
mañana desatiende al que hoy escucha;
al ídolo de ayer ora desprecia;
goza en las emociones de la lucha;
las ventajas del triunfo menosprecia.
¿Qué pensarás, monarca restaurado,
del pueblo que a tus pies llega anhelante?
¿Qué dirás al oír alborozado
a tu arribo feliz salva triunfante?
¿Cuándo la voz del pueblo es voz del cielo?
¿Cuando escarnece al rey y le destrona
o cuando, ardiendo en entusiasta anhelo,
llama al hijo y le vuelve la corona?
Soberano infeliz, Carlos primero,
si aún tu espíritu vaga por el mundo,
mira de hinojos a tu pueblo fiero
ante su nuevo rey Carlos segundo.
VI.
Tanta escena de horror y tanto crimen,
tanta desolación y estragos tantos
profundas huellas en mi pecho imprimen
y hallan ecos terribles en mis cantos.
El eco que repiten las montañas
con sonido doliente y prolongado
en sus abiertas cóncavas entrañas
es confuso, incompleto y apagado;
pero el eco del alma no aminora:
concento que repite lo engrandece,
con nuevas vibraciones lo avalora
y con sentidas notas lo embellece.
Pulso las cuerdas de la hebraica lira,
la tempestad flamígera me alumbra,
la sacra musa de Sïon me inspira
y a las regiones célicas me encumbra.
Y describo batallas estridentes
de grandeza sin par, de eterno duelo,
que son el bien y el mal los combatientes
y el campo de batalla el mismo cielo.
Trazo el hórrido golfo del Averno,
de Satán la fatídica figura,
su indomable altivez, su afán eterno
de vengarse de Dios y de su hechura.
Vuela al Edén el pérfido enemigo,
ve la mansión de bienandanza llena,
y tiembla de furor. ¡Qué más castigo
para el malvado que la dicha ajena!
De fresca gruta en la apacible sombra
contempla a los humanos moradores
que, reclinados en la verde alfombra,
hablan de sus dulcísimos amores.
Y es que no por temor que a Dios adora
Adán por gratitud. ¡Su dicha es tanta!
No es su oración la que demanda y llora,
es la oración que glorifica y canta.
De la envidia las olas de veneno,
de la venganza las airadas nubes
se agolpan y agigantan en el seno
del que fue el luminar de los querubes,
y audaz emprende... Mas, ¿a qué repito
el que en largas veladas te he dictado
épico libro, por tu mano escrito,
y en tu sencillo corazón grabado?
Del Edén la tragedia misteriosa,
en que la fe resuelve el gran problema,
llave de nuestra vida dolorosa,
lego a la humanidad en mi poema.
VII
¡Qué irrisoria del vate es la corona!
¿Qué importa que su cántico se admire,
si con desdén el mundo le abandona
y de hambre en un rincón deja que espire?
Pronto de pan mendigará un pedazo
quien ostenta la délfica diadema
y pagan al verdugo cada hachazo
más de lo que me vale mi poema.
Si fuera el interés el móvil solo
del calumniado corazón del hombre,
¿quién en el templo del ingrato Apolo
mármol buscara do grabar su nombre?
Mas nuestro corazón responde y late
a impulsos altos de divina esfera:
¿no marcha el héroe impávido al combate?
¿No va tranquilo el mártir a la hoguera?
Nunca anhelé subir de la riqueza
al palacio de techo artesonado,
ni me placen el ocio y la pereza
del torpe y sibarita potentado.
Y fuera yo el mortal más venturoso
si pudiera en Albión vivir tranquilo,
y habitar, ni envidiado ni envidioso,
de la sobria virtud en el asilo.
Pero estar en continuo desosiego
y fatigando espíritu y materia,
llegar a la vejez y hallarse ciego,
fugitivo y sumido en la miseria,
anonada, enloquece. En mi demencia
indigno y criminal me juzgo a veces
cuando me hace apurar la Providencia
el cáliz del dolor hasta las heces.
VIII.
Hoy me destierra de los patrios lares
implacable y crüel suerte enemiga
y, en suelo extraño, allende de los mares,
hogar y pan a mendigar me obliga.
Verdes colinas, arroyuelos claros,
prados amenos do jugué de niño,
parece que, en el punto de dejaros,
mi corazón os tiene más cariño.
Tierra donde rodó mi humilde cuna
¡cuál me cuesta arrancarme de tus brazos!
¡Ojalá que, propicia la fortuna,
junte a tus hijos en fraternos lazos !
Adiós, tierra natal, suelo querido.
Oye el postrer adiós del vate ciego:
tu desdeñosa ingratitud olvido
y al Ser Supremo por tu dicha ruego.
IX.
La reina del espacio, la sagrada
ave de Jove, emblema de la guerra,
que anida por las nubes circundada
en los montes más altos de la tierra,
el águila, que en yugo incontrastado
a todo el reino de las aves tiene
y que cierne su vuelo sosegado
sobre el Cáucaso, el Atlas y el Pirene,
si luengo tiempo prisionera gime
tras angustioso padecer sombrío
mirando la cadena que le oprime,
su cuna olvida y su arrogante brío
y no sabe (sus fuerzas agotadas
en enervante y lánguido desmayo)
cómo extender las alas enarcadas
para volar a la región del rayo.
Así se olvida el alma, de este suelo
encadenada en la prisión oscura,
que más allá del estrellado velo
se encuentra su región y su ventura,
y, según se prolonga la existencia,
cual flor que se deshace hoja tras hoja,
de la paz , del amor, de la inocencia
y hasta de la esperanza se despoja.
Crece la vida y la desdicha crece
y se empieza a dudar si Dios es justo
viendo que la virtud ora y padece
y sube el vicio a tribunal augusto.
¡Ah , cuántas veces el delito lleva
del ínclito poder a la alta cumbre,
como del fondo de la mar eleva
al cadáver su misma podredumbre!
y, hundidos en inerte desaliento,
no tenemos los míseros humanos
ni a quién alzar el desmayado acento
ni a dó tender las suplicantes manos.
Marchítase la fe, la duda brota
y va asolando cual hirviente lava;
y hasta el anhelo del placer se agota
y hasta el instinto de vivir se acaba.
X.
La condición mortal de nuestra vida
es el don más precioso de la suerte;
no con temor imbécil me intimida,
antes con avidez llamo a la muerte.
Pero ¿te hago llorar? ¡Hija del alma!
Oyendo estoy tu congojoso aliento;
lloras, sí, y es por mí; tus penas calma,
que más tu lloro que mis males siento.
Comprendo bien tu queja lastimera,
amor me prueba tu inocente llanto
y, mientras haya un alma que nos quiera,
la vida tiene objeto y tiene encanto.
Quiero vivir, pero vivir contigo,
y aprecio tanto tu filial ternura
que desdeño mis penas si consigo
no darte por herencia mi amargura.
Cuando cubra la tumba mis despojos,
cuando engrandezca el tiempo mi memoria,
en el cristal de tus azules ojos
con viva luz reflejará mi gloria.
Eres, Débora, el aura de bonanza
que en primavera el manantial deshiela,
el ángel celestial de la esperanza
que acompaña al dolor y le consuela.
¡Te hará gemir el que te debe tanto!
¡Oh, déjame enjugar tu rostro hermoso!
Fueran tus penas mi mayor quebranto;
sé tú feliz, y me verás dichoso.
XI.
El bajel, de la orilla ya cercano,
ancla y bota a la mar lancha ligera
que, encomendada a la robusta mano
de hábil remero, atraca a la ribera.
Entra en el bote el ciego desvalido
y Débora tras él rauda se lanza;
boga la lancha al barco detenido
y en instantes brevísimos le alcanza.
De nuevo el barco su derrota emprende
dejando alrededor montes de espuma,
el seno de la mar ligero hiende
y desparece entre la densa bruma.
XII.
Los que sabéis que el alma atribulada
necesita de Dios en sus dolores,
y no cerráis del corazón la entrada
de la ajena desdicha a los clamores,
venid, venid a mí, y si os contrista
el lamentar del inspirado ciego,
a las alturas dirigid la vista
y al Ser Eterno compasivo ruego:
¡Que amanse su furor el oceano!
¡Que no se nuble la polar estrella!
¡Que Dios proteja al venerable anciano!
¡Que ampare Dios a la gentil doncella!
Estimado Sr. don Ángel Romera:
ResponderEliminarAndo buscando una frase que es:
"Llave de nuestra vida dolorosa
lego á la humanidad en mi poema"
de Martínez y Güertero. ¿Tiene Ud. una idea de que poema o libro lo escribió?
Gracias de antemano,
Es de este poema, "Querellas del vate ciego" ¿No lo ha leído?
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