Me ha gustado mucho el post del colega profesor de filosofía (ciudarrealeño y viajero de pro) Rafael Robles en su blog, "El efecto Lucifer", escrito el 5 de Mayo de 2010. Del libro que cita hay que subrayar dos principios, el de la "banalidad del mal" que Hannah Arendt vio en el nazi Adolf Eichmann en su juicio en Israel y el que añade Zimbardo: el "mal de la inacción" que supone callarse, con lo que "la mayoría silenciosa hace que algo inadmisible sea aceptable". A ello opone Zimbardo el "heroísmo banal" (el soldado Joe Darby divulgó las fotos de los malos tratos en Abu Graib). Comparto todo lo que dice Rafael Robles, que es esto:
El cometido más importante de todo profesor que se precie es plantar semillas en sus estudiantes para que algún día germinen en forma de heroicidad. Usted pensará que exagero, que deliro o que he perdido la noción de la realidad, pero creo firmemente que los docentes estamos obligados a crear héroes. No asocien ustedes la heroicidad con las tragedias griegas o los espectáculos hollywoodienses, sino con algo mucho más banal que explica bien Zimbardo en su recomendable libro El efecto Lucifer (Paidós, 2008): todos podemos -estamos condenados a- ser héroes o malvados según el contexto en que nos toque vivir y no debemos olvidar nunca que en cualquier momento nos transformaremos en el peor de los villanos, incluido usted que piensa que “esto le sucede a otros”.
Mi preocupación por la extensión, cada vez mayor, de la maldad en la sociedad me incita todos los años a explicar en clase el experimento de Milgram que este curso he completado hablando del experimento de la cárcel de Stanford dirigido por Philip Zimbardo. Dicha experiencia consistió en tomar dos grupos de estudiantes universitarios voluntarios, de los que una decena actuaría como presos y otros diez fingirían ser guardias de una prisión que se situó en el sótano de la universidad. Todos sabían que estaban representando un papel pero con el paso de los días afloraron en los guardianes las peores de las maldades, a pesar de que eran jóvenes equilibrados e inteligentes. Vean este vídeo para entenderlo mejor. La moraleja de este experimento es fácil de deducir: si a una persona, por bondadosa que sea, la situamos en un contexto que facilite la deshumanización del otro, acabará comportándose como el más tenebroso de los malhechores. Esta característica humana tiene implicaciones claras en el mundo educativo, donde es muy tentador deshumanizar a los alumnos para poder arrojar sobre ellos, sin cargo de conciencia ni complejo de culpa, la peor de nuestras inquinas. Zimbardo lo explica mejor:
Una de las peores cosas que podemos hacer a otro ser humano es privarle de su humanidad, despojarlo de todo valor mediante el proceso psicológico de la deshumanización. Esto sucede cuando pensamos que los “otros” no tienen los mismos sentimientos, pensamientos, valores y metas que nosotros (p. 308).
Además hemos de tener en cuenta las reglas de juego que hacen que el sistema educativo sea como es, es decir, un proyecto desilusionante que más bien parece diseñado ex profeso para amargar la existencia de estudiantes y profesores e impregnarlas de desconfianza y antipatía; solo quien posea la fuerza suficiente para sortear el desastroso sistema diseñado para el odio y la competitividad absurda podrá amar a sus alumnos. A esos que están arriba dirigiendo el “cotarro” educativo habría que echarles en cara su dejación de funciones: su deber es prestigiar la educación poniendo los medios a su alcance -que no son económicos ni tienen que ver con los trastos tecnológicos- para que la relación profesor-alumno sea de amor y no de enfrentamiento como suele ser habitual. Zimbardo lo explica mejor:
El Poder del Sistema supone una autorización o un permiso institucionalizado para comportarse de una manera prescrita y la prohibición o el castigo de los actos que no se atengan a ella. Proporciona una “autoridad superior” que valida (…) la realización de unos actos que en otras circunstancias estarían limitados por unas leyes, unas normas, unos principios y una ética ya existentes. (p. 313).
Para más inri los profesores somos víctimas del efecto Pigmalión. He comprobado en mi propia piel su grave peligro porque, a pesar de que soy consciente de que existe, cada vez que un profesor me habla mal de un alumno es inevitable que mi disposición hacia el joven cambie. Ir contra este fenómeno, al igual que cuando se rema contra corriente, puede despertar recelos entre otros compañeros profesores y en un país como este, hipersensible a la crítica, lo mejor es callarse si uno no desea convertirse en un profesor-paria. Zimbardo lo explica mejor:
Esta prisa en atribuir la etiqueta disposicional de “chicos malos” a unos pocos delincuentes es demasiado frecuente entre los guardianes del Sistema. Lo mismo hacen muchos directores y enseñantes de centros educativos: emplean este recurso para culpar a los estudiantes “problemáticos” en lugar de dedicar tiempo a evaluar efectos alienantes de unos planes de estudios aburridos o de las prácticas insuficientes de ciertos enseñantes que podrían provocar estos problemas. (p. 426).
Pero lo peor de todo es el politiqueo a costa de la educación; como muestra un botón: la semana pasada estuve junto a dos de mis alumnos ganadores de un concurso cuyo premio consistía en asistir a las Cortes de Castilla-La Mancha para debatir los temas de índole ética que plantearon en sus blogs. Asistí a un espectáculo en el que los jóvenes -no los míos sino otros menos avisados- no pudieron expresarse en libertad y se vieron obligados a ceñirse a leer lo que los diputados oficiales les dijeron que leyeran. Algunos estudiantes estaban indignados pero otros, con afán de protagonismo más que de servicio político, entraron en el juego servil y clientelista que no hace más que reproducir el poder establecido y nos deja pocas esperanzas para soñar con una juventud que luche con firmeza por el bien de su sociedad. Como anécdota añadiré, para mostrar la doble moral de la casta política, que se trataba de un concurso en el que había cuotas de género ya que sólo podía ganar un alumno y una alumna por cada centro aunque, paradójicamente, en la mesa del presidente había cuatro diputados oficiales y una sola diputada oficial; por cierto, ésta se ausentó bastante tiempo y entre los diputados uno hablaba por el teléfono móvil y otro leía el periódico mientras los jóvenes explicaban sus pseudopropuestas. Es perentorio que ante afrentas como estas el profesor incite a la rebelión verbal justa. Zimbardo lo explica mejor:
Muchos de los que se arrogan autoridad son seudolíderes, falsos profetas, estafadores que sirven a sus propios intereses a los que, en lugar de respetar, habría que desobedecer y desenmascarar. Los padres, los enseñantes y las autoridades religiosas deberían desempeñar un papel más activo para enseñar a los niños esta diferencia fundamental, para que sean educados y corteses si la autoridad está justificada, y para que sepan resistirse a la autoridad que no merezca respeto. (p. 559).
En esta línea y para evitar resbalar en la pendiente, no permitamos los profesores tolerar pecados veniales porque “creamos que nuestra función no consiste en ser policías”. Los profesores sí que somos guardianes, guardianes de la bondad y de la felicidad, y para salvaguardarlas es crucial ser intolerante con los estudiantes que fuman frente a sus compañeros más jóvenes, con quienes propalan groserías, con los que cuentan chistes machistas y racistas y con quienes se ríen con ellos, con los que critican sin argumentos o extienden rumores falsos, etc. Si un profesor calla ante estas cuestiones planta las semillas para tener en el futuro un mundo peor porque los alumnos interiorizan que ser un poquito “malo” es algo normal, pero no son conscientes de que una vez que se da el primer paso hacia la maldad está abierto el camino hacia comportamiento más graves. Zimbardo lo explica mejor:
Intentemos no caer en pecados veniales o pequeñas transgresiones, como engañar, mentir, chismorrear, propagar rumores, reírnos de chistes racistas o sexistas, intimidar a otros o burlarnos de ellos. Estos actos pueden ser peldaños hacia pecados más graves. Las grandes maldades siempre empiezan con pasos pequeños que parecen triviales, pero recordemos que la maldad es una pendiente muy resbaladiza. Cuando empezamos a andar por ella, es muy resbaladiza. Cuando empezamos a andar por ella, es muy fácil deslizarse hasta el fondo. (p. 562).
En definitiva, un profesor-héroe, a la luz de lo que dice Zimbardo, es aquel que ama a sus alumnos y no se deja contaminar por corrientes negativas, conformistas e indiferentes. El autor explica muy bien esa sencilla actitud, banal a más no poder, que es la característica intrínseca del carácter heroico.
El heroísmo hace que nos centremos en los aspectos positivos de la naturaleza humana. Los relatos de heroísmo nos atraen porque nos recuerdan que la gente es capaz de resistirse a la maldad, de no ceder a las tentaciones, de superar la mediocridad y de responder cuando los demás no actúan. (p. 568).
Para terminar, si bien es cierto que todas las asignaturas son interesantes hay una que es apasionante y que tiene la capacidad de hacer de los seres humanos mejores personas y, en definitva, plantar semillas que germinen en forma de heroicidad: la Filosofía. Zimbardo, como siempre, lo explica mejor:
La clave de su supervivencia fue recurrir a su anterior formación en filosofía, lo que le permitió recordar la enseñanza de los filósofos estoicos. De este modo, Stockdale pudo distanciarse psicológicamente de la tortura y el dolor, que no podía controlar, y dirigir su pensamiento hacia cosas que sí podía controlar en el entorno de la prisión. (p. 581).
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