De nuevo vuelvo a hacer costumbrismo, que es algo que no se suele hacer hoy en día: salir por ahí y tomar nota de lo que uno ve, de forma realista, sin pretensiones literarias. El motivo lo da el que este sábado nos fuimos a Valdemoro, porque Ana Isabel quería participar en su certamen de pintura rápida; esta localidad de Madrid, famosa por la frase hecha "entre Pinto y..." posee un escudo alusivo con un rey encadenado a un castillo. Tomamos un autobús de la AISA; nada más empezar el viaje se filtró agua desde el sistema de ventilación del techo, que no se drenaba, y a una pobre emigrante ecuatoriana le tocó empaparse con esta gotera; ella no estaba desconcertada por el hecho, que asumía con una fatalidad natural: hasta hubo que indicarle que se cambiara de asiento. Quizá esta disposición indígena les hizo sobreponerse a todo, incluso a los cabrones colonizadores españoles. El conductor intentó excusarse diciendo que el conducto de ventilación debía estar atascado; yo no ignoraba que entre sus funciones figuran las del mantenimiento de los vehículos: repararlos y limpiarlos, aunque imagino que tampoco debe ser tarea fácil.
Habituado como uno está al Ave lanzadera, hoy Avant (la manía de cambiar las denominaciones lleva a otros cambios inadmisibles; son como la ampulosa charla de un mercachifle malo), uno revive los zarandeos, meneos, vibraciones, empujones y malas posturas de los inefables viajes en diligencia mecánica, así como la corrupción del MOPU (otro órgano al que han cambiado de nombre) a la hora de asignar los materiales con que se construyen las autovías o se rellenan los baches. A eso se suman los trayectos interminables, la falta de refresco y las detenciones en parajes abandonados, puros desiertos de la indeterminación, donde es posible atisbar a algún guiri perdido mientras uno se repone a medias del mareo causado por los vapores residuales del tabaco, que nunca terminan de desaparecer del todo, como las culpas inconfesables.
Llegamos al hostal Victoria, de cuatro habitaciones limpias, dejamos el equipaje y nos dormimos una siesta para reponernos de los rempujones de la cabra mecánica. Luego callejeamos. Valdemoro es una ciudad pequeña, con plazas y parques bien cuidados y algunos monumentos dignos de verse, como su iglesia parroquial, que da a sus visitantes las mismas indulgencias que a los que visitan San Juan de Letrán y a la que han adosado una orgullosa y altísima torre moderna de ladrillo, y su ayuntamiento, que recuerda a los manchegos con sus soportales levantados sobre columnatas rematadas con zapatas de madera. En la iglesia vimos que hay un niño enterrado de tres años en su altar mayor, como recuerda una lápida alusiva; es un detalle que revela uno de los peores dolores que puede sufrir un ser humano, la pérdida de un hijo. Me llama la atención la abundancia de palomas y de perros; es una ciudad que quiere mucho a los animales, aunque estos últimos son auténticos aristócratas: hay todo tipo de razas oliéndose el culo. Un chino podría elegir entre distintas variedades de carne de perro y, sin hacer comparaciones caninas, también aquí hay una enorme multiculturalidad humana: por las calles veo españoles, chinos, rumanos, portugueses, ecuatorianos y negros; en las paredes hay pintadas en chino; por casualidad veo un papelito en rumano donde se ofrece una camera (habitación) a un emigrante. Un gorrión ha hecho su nido dentro de una caja abandonada de empalmes telefónicos; oigo a su chiquillería resonando dentro y le veo entrar por el agujero; debajo de un coche, otro gorrión caído del hogar es alimentado solícitamente por su madre, mientras hace esfuerzos por subir al arbusto de una jardinera, de ahí a un coche, de ahí al agujero de un árbol y de allí a la rama; pero el gorrioncillo no es lo bastante listo todavía para averiguar el itinerario y a lo más solo llega a subirse a la jardinera; nosotros no lo ayudamos, porque sabemos que las madres aborrecen a los gorriones que cogen los hombres. De hecho, uno que rescatamos tuvimos que quedárnoslo y hoy vive con nosotros volando por nuestro salón.
También vemos pájaros más grandes; la iglesia mayor posee un espectacular nido de cigüeña aparentemente sin alquilar. Encontramos una tienda de animales y pasamos; nos cuentan los dos dueños que, después de diecinueve años trabajando en una empresa, los han despedido, así que por ello han puesto esta tienda; a uno de ellos le noto cierto plumaje; es encantador y si fuera por ese estilo no me desagradaría tenerlo de novio; ellos mismos diseñan los juguetes de los loros y periquitos y los fabrican. Yo me siento especialmente colocado viendo a los pajaritos diamante mandarín, así llamados por su rojo pico, y a los peces chupones, que se pasan todo el día dando besotes a los cristales; como se alimentan de guarrería los suelen tener en los acuarios para depurar el agua. También se pasean por el escenario varios perros, entre ellos uno llamado Romeo que es muy feo; hace unos días vi a otro con un curioso nombre, Dexter.
Siempre que paseo me divierto viendo a los niños con sus padres; algunos van en su carrito, otros conduciendo vehículos de juguete o portando sacos de chuches; es una sensación plenamente humana y reconfortante ver sus juegos, sus pequeños desconciertos y curiosidades, el afecto con que recurren a sus padres para todo y la retribución que sienten de ellos. En sus gestos no se ha escrito todavía el disimulo, la resignación, la fatiga, la tristeza, la frustración. Como todos los sábados se reúne un pequeño mercadillo en una plazuela donde se venden todo tipo de objetos de segunda mano, incluso libros; no tengo tiempo de verlos todos, porque empieza a chispear un chaparrón veraniego y los vendedores los recogen a espetaperro en cajas antes de que se les mojen; compro sin embargo una paloma de cerámica de apenas ocho centímetros de largo, que me parece graciosa. Los pájaros es que nos pueden, desde que nuestra hija Paloma salió ornitóloga del vientre de su madre. A la mañana siguiente, después de pasarme en vela casi toda la noche por extrañar la cama (eran camitas de pitufo, que venían bien a mis seres queridos, pero a mí me sobresalían los pies) desayunamos en una churrería; mi mujer espiaba la conversación de una rival, que iba a pintar una fachada. Se presentan en total unos sesenta cuadros de pintores en su mayoría profesionales; hay seis o siete que están muy bien; el de mi hija impresionaba, era el más original por su técnica: rotulador de oro y plata sobre cartulina negra, tanto es así que el concejal de cultura la ha buscado para encargarle carteles. Pero los premios se los llevan otros. El trabajo de mi hija llama la atención a algunos; entre ellos un viejecito y su hijo; el primero nos invita a su casa por la tarde a ver sus cuadros. Resulta que es un antiguo republicano represaliado: veo en su nutrida biblioteca muchos libros que demuestran una sólida cultura general, algunos de ellos de marxismo y de historia. Nos enseña tres cuadros de uno de los parientes de su mujer, que, como él, rebasa los ochenta años; esta pareja vive de una modestísima pensión en un piso pequeñísimo. El pariente, hermano de su mujer, se llamaba Dionisio Redondo Comisaña y, aunque no era afecto al régimen, estuvo becado por la Fundación Francisco Franco nada más empezar la posguerra; le dieron un primer premio por el cuadro que vi, que representaba a un guerrero clásico de impresionante musculatura, al estilo de entonces, anatómicamente fascistoide-comunista, con una calavera bajo el pie; recibió el primer premio, y así, según cuentan, salió publicado incluso en el ABC, pero luego, por presiones políticas, se lo dieron a la hija de un general. Al artista ese desaire le afectó tanto que salió de España y terminó en la Argentina, diseñando y pintando cerámicas. El segundo cuadro, al frente del guerrero, y en cierta forma opuesto a él, tenía una historia diferente: era el retrato de un hombre salido de una prisión franquista que acudió a su estudio y estuvo en libertad apenas ocho días antes de fallecer por las privaciones de todo en su taller. El cuadro lo muestra demacrado y lleva unos grilletes en sus muñecas y una pesada cadena de eslabones; lo único común con el otro cuadro es la calavera, al pie. Un cuadro muy alegórico de la España que acababa de salir de la Guerra Civil: encadenada, apaleada, hambrienta y en las últimas.
Nada ha cambiado: el autobús marcha por la noche como una nave espacial por una galaxia llena de constelaciones y luceros fugitivos. Bueno, sí, ha cambiado algo; ahora, por Ocaña, asaltan los neones de los ostentosos puticlubs. Al día siguiente, nos enteramos de que ha explotado por accidente un hangar del colegio de Guardias Jóvenes de Valdemoro; ahora al caos le da por atentar contra los agentes del orden, como si fuera ETA; vamos a tener que ilegalizar el caos, porque, como a ETA, no hay nadie que lo entienda.
Habituado como uno está al Ave lanzadera, hoy Avant (la manía de cambiar las denominaciones lleva a otros cambios inadmisibles; son como la ampulosa charla de un mercachifle malo), uno revive los zarandeos, meneos, vibraciones, empujones y malas posturas de los inefables viajes en diligencia mecánica, así como la corrupción del MOPU (otro órgano al que han cambiado de nombre) a la hora de asignar los materiales con que se construyen las autovías o se rellenan los baches. A eso se suman los trayectos interminables, la falta de refresco y las detenciones en parajes abandonados, puros desiertos de la indeterminación, donde es posible atisbar a algún guiri perdido mientras uno se repone a medias del mareo causado por los vapores residuales del tabaco, que nunca terminan de desaparecer del todo, como las culpas inconfesables.
Llegamos al hostal Victoria, de cuatro habitaciones limpias, dejamos el equipaje y nos dormimos una siesta para reponernos de los rempujones de la cabra mecánica. Luego callejeamos. Valdemoro es una ciudad pequeña, con plazas y parques bien cuidados y algunos monumentos dignos de verse, como su iglesia parroquial, que da a sus visitantes las mismas indulgencias que a los que visitan San Juan de Letrán y a la que han adosado una orgullosa y altísima torre moderna de ladrillo, y su ayuntamiento, que recuerda a los manchegos con sus soportales levantados sobre columnatas rematadas con zapatas de madera. En la iglesia vimos que hay un niño enterrado de tres años en su altar mayor, como recuerda una lápida alusiva; es un detalle que revela uno de los peores dolores que puede sufrir un ser humano, la pérdida de un hijo. Me llama la atención la abundancia de palomas y de perros; es una ciudad que quiere mucho a los animales, aunque estos últimos son auténticos aristócratas: hay todo tipo de razas oliéndose el culo. Un chino podría elegir entre distintas variedades de carne de perro y, sin hacer comparaciones caninas, también aquí hay una enorme multiculturalidad humana: por las calles veo españoles, chinos, rumanos, portugueses, ecuatorianos y negros; en las paredes hay pintadas en chino; por casualidad veo un papelito en rumano donde se ofrece una camera (habitación) a un emigrante. Un gorrión ha hecho su nido dentro de una caja abandonada de empalmes telefónicos; oigo a su chiquillería resonando dentro y le veo entrar por el agujero; debajo de un coche, otro gorrión caído del hogar es alimentado solícitamente por su madre, mientras hace esfuerzos por subir al arbusto de una jardinera, de ahí a un coche, de ahí al agujero de un árbol y de allí a la rama; pero el gorrioncillo no es lo bastante listo todavía para averiguar el itinerario y a lo más solo llega a subirse a la jardinera; nosotros no lo ayudamos, porque sabemos que las madres aborrecen a los gorriones que cogen los hombres. De hecho, uno que rescatamos tuvimos que quedárnoslo y hoy vive con nosotros volando por nuestro salón.
También vemos pájaros más grandes; la iglesia mayor posee un espectacular nido de cigüeña aparentemente sin alquilar. Encontramos una tienda de animales y pasamos; nos cuentan los dos dueños que, después de diecinueve años trabajando en una empresa, los han despedido, así que por ello han puesto esta tienda; a uno de ellos le noto cierto plumaje; es encantador y si fuera por ese estilo no me desagradaría tenerlo de novio; ellos mismos diseñan los juguetes de los loros y periquitos y los fabrican. Yo me siento especialmente colocado viendo a los pajaritos diamante mandarín, así llamados por su rojo pico, y a los peces chupones, que se pasan todo el día dando besotes a los cristales; como se alimentan de guarrería los suelen tener en los acuarios para depurar el agua. También se pasean por el escenario varios perros, entre ellos uno llamado Romeo que es muy feo; hace unos días vi a otro con un curioso nombre, Dexter.
Siempre que paseo me divierto viendo a los niños con sus padres; algunos van en su carrito, otros conduciendo vehículos de juguete o portando sacos de chuches; es una sensación plenamente humana y reconfortante ver sus juegos, sus pequeños desconciertos y curiosidades, el afecto con que recurren a sus padres para todo y la retribución que sienten de ellos. En sus gestos no se ha escrito todavía el disimulo, la resignación, la fatiga, la tristeza, la frustración. Como todos los sábados se reúne un pequeño mercadillo en una plazuela donde se venden todo tipo de objetos de segunda mano, incluso libros; no tengo tiempo de verlos todos, porque empieza a chispear un chaparrón veraniego y los vendedores los recogen a espetaperro en cajas antes de que se les mojen; compro sin embargo una paloma de cerámica de apenas ocho centímetros de largo, que me parece graciosa. Los pájaros es que nos pueden, desde que nuestra hija Paloma salió ornitóloga del vientre de su madre. A la mañana siguiente, después de pasarme en vela casi toda la noche por extrañar la cama (eran camitas de pitufo, que venían bien a mis seres queridos, pero a mí me sobresalían los pies) desayunamos en una churrería; mi mujer espiaba la conversación de una rival, que iba a pintar una fachada. Se presentan en total unos sesenta cuadros de pintores en su mayoría profesionales; hay seis o siete que están muy bien; el de mi hija impresionaba, era el más original por su técnica: rotulador de oro y plata sobre cartulina negra, tanto es así que el concejal de cultura la ha buscado para encargarle carteles. Pero los premios se los llevan otros. El trabajo de mi hija llama la atención a algunos; entre ellos un viejecito y su hijo; el primero nos invita a su casa por la tarde a ver sus cuadros. Resulta que es un antiguo republicano represaliado: veo en su nutrida biblioteca muchos libros que demuestran una sólida cultura general, algunos de ellos de marxismo y de historia. Nos enseña tres cuadros de uno de los parientes de su mujer, que, como él, rebasa los ochenta años; esta pareja vive de una modestísima pensión en un piso pequeñísimo. El pariente, hermano de su mujer, se llamaba Dionisio Redondo Comisaña y, aunque no era afecto al régimen, estuvo becado por la Fundación Francisco Franco nada más empezar la posguerra; le dieron un primer premio por el cuadro que vi, que representaba a un guerrero clásico de impresionante musculatura, al estilo de entonces, anatómicamente fascistoide-comunista, con una calavera bajo el pie; recibió el primer premio, y así, según cuentan, salió publicado incluso en el ABC, pero luego, por presiones políticas, se lo dieron a la hija de un general. Al artista ese desaire le afectó tanto que salió de España y terminó en la Argentina, diseñando y pintando cerámicas. El segundo cuadro, al frente del guerrero, y en cierta forma opuesto a él, tenía una historia diferente: era el retrato de un hombre salido de una prisión franquista que acudió a su estudio y estuvo en libertad apenas ocho días antes de fallecer por las privaciones de todo en su taller. El cuadro lo muestra demacrado y lleva unos grilletes en sus muñecas y una pesada cadena de eslabones; lo único común con el otro cuadro es la calavera, al pie. Un cuadro muy alegórico de la España que acababa de salir de la Guerra Civil: encadenada, apaleada, hambrienta y en las últimas.
Nada ha cambiado: el autobús marcha por la noche como una nave espacial por una galaxia llena de constelaciones y luceros fugitivos. Bueno, sí, ha cambiado algo; ahora, por Ocaña, asaltan los neones de los ostentosos puticlubs. Al día siguiente, nos enteramos de que ha explotado por accidente un hangar del colegio de Guardias Jóvenes de Valdemoro; ahora al caos le da por atentar contra los agentes del orden, como si fuera ETA; vamos a tener que ilegalizar el caos, porque, como a ETA, no hay nadie que lo entienda.
Siento una Grandisima ilusión al ver entre sus líneas el nombre de mi abuelo, y además saber una pequeña historia que el ya no nos puede contar... Yo soy una de las nietas de Dionisio Redondo, pero le escribo en nombre de todos!, gracias por hacer este bonito trabajo. Me encantaría poder ver algún día esos cuadros... que nos recuerden a él!.
ResponderEliminarAhora dos de sus hijos viven aquí en Barcelona, mi pregunta es.. usted tiene alguna manera de poder contactar con nuestros parientes??, aquel hombre e hijo de los que escribe...
Nos encantaría saber un poco más de la historia de mi abuelo y conocerlos.
Muchisimas gracias de antemano!
un cordial Saludo, María J. Redondo