viernes, 9 de julio de 2010

Nuestra pobre identidad


Mucha gente anda desorientada porque cree ser
alguien; algunos incluso creen ser algo; pero esas palabras se hicieron para preguntar, son palabras incompletas que piden totalidad: por eso creerse ser, o serse, como dice Pessoa, es un dolor, aunque también una ilusión, la de ser individuos rotundos e indivisibles, yoes limitados y definidos; pero la realidad es que nadie puede ser un miembro cortado del gran cuerpo del todo (la imagen es muy clásica; hay quien dice que es de estirpe bíblica, pero se encuentra también en paganos como Cicerón). En primer lugar hay que darse cuenta de que uno no puede sentirse realizado sin los otros, como sabían bien los griegos, de que uno no es nada sin los demás; darse cuenta de ello ya es algo bueno para la salud mental y para la propia constitución de nuestra pobre identidad, que se asienta siempre en lo/los demás que somos, y sólo en eso. Ten en cuenta a los demás y serás feliz, y lo que es mejor, harás feliz a los demás haciéndolo a ti mismo, no siendo tú mismo. Sigue el consejo que puede leerse al principio de uno de mis libros favoritos, El gran Gatsby:


Cuando era más joven y más vulnerable, mí padre me dio un consejo al que no he parado de dar vueltas desde entonces.

"Siempre que sientas deseos de criticar a alguien", me dijo" recuerda que no a todo el mundo se le ha dado la ventaja que a ti".

Eso es lo único que dijo, pero como siempre hemos sido extraordinariamente reservados, comprendí que su frase encerraba un significado mucho más amplio. El resultado es que tiendo a no juzgar a nadie, costumbre que ha hecho que me relacione con muchas personas interesantes y me ha convertido también en víctima de bastantes pelmazos inveterados. Las personalidades peculiares son raudas en descubrir esta cualidad y se aferran a ella cuando la encuentran en un ser humano normal, y es por eso que en la universidad se me llegó a acusar injustamente de hacer política, porque estaba al tanto de las penas secretas de jóvenes alborotadores que eran un misterio para otros. No buscaba casi nunca aquellas confidencias: con frecuencia fingía dormir o estar preocupado, o adoptaba una actitud hostilmente irónica cuando algún signo inconfundible me hacía prever que una revelación de carácter íntimo se perfilaba en el horizonte; porque las confidencias de los jóvenes, o al menos los términos en que las expresan, suelen ser plagiarias y estar viciadas de evidentes supresiones. Suspender el juicio conlleva una esperanza infinita; todavía temo perderme algo si olvido que, como mi padre sugería de manera un tanto esnob y yo repito aquí con el mismo espíritu, la conciencia de las normas básicas de conducta se reparte de manera desigual al nacer.

Por lo que, después de haber presumido de esta forma de ejercer la tolerancia, he de confesar que tiene un límite. El comportamiento puede estar fundado sobre roca o terreno pantanoso, pero más allá de cierto punto me da igual cuál sea su base. Cuando volví de la costa Este el otoño pasado noté que deseaba vestir al mundo de uniforme para que adoptara de una vez por todas algo así como una "posición de firme moral"; no deseaba más desenfrenadas excursiones con privilegiadas vislumbres del alma humana. Tan sólo Gatsby, el hombre que da título a este libro, quedaba al margen de aquella reacción mía: Gatsby, que representaba todo aquello que desprecio sinceramente. Si la personalidad es una serie ininterrumpida de gestos que tienen éxito, no hay duda de que había algo espléndido en él, cierta exaltada sensibilidad ante las promesas de la vida, como sí estuviera conectado a uno de esos complicados mecanismos que registran terremotos producidos a quince mil kilómetros de distancia. Esa sensibilidad no tiene nada que ver con la floja impresionabilidad a la que se procura ennoblecer llamándola "temperamento creador": el de Gatsby era un don extraordinario para la esperanza, una disponibilidad romántica como nunca he hallado en otra persona y no es probable que vuelva a encontrar. No; Gatsby demostró su valía al final; lo que se cebó en él fue el sucio polvo que levantaron sus sueños, eso fue lo que provocó durante algún tiempo mi desinterés por las penas infructuosas y las alicortas alegrías de los seres humanos.


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