Cuando era más joven y más vulnerable, mí padre me dio un consejo al que no he parado de dar vueltas desde entonces.
"Siempre que sientas deseos de criticar a alguien", me dijo" recuerda que no a todo el mundo se le ha dado la ventaja que a ti".
Por lo que, después de haber presumido de esta forma de ejercer la tolerancia, he de confesar que tiene un límite. El comportamiento puede estar fundado sobre roca o terreno pantanoso, pero más allá de cierto punto me da igual cuál sea su base. Cuando volví de la costa Este el otoño pasado noté que deseaba vestir al mundo de uniforme para que adoptara de una vez por todas algo así como una "posición de firme moral"; no deseaba más desenfrenadas excursiones con privilegiadas vislumbres del alma humana. Tan sólo Gatsby, el hombre que da título a este libro, quedaba al margen de aquella reacción mía: Gatsby, que representaba todo aquello que desprecio sinceramente. Si la personalidad es una serie ininterrumpida de gestos que tienen éxito, no hay duda de que había algo espléndido en él, cierta exaltada sensibilidad ante las promesas de la vida, como sí estuviera conectado a uno de esos complicados mecanismos que registran terremotos producidos a quince mil kilómetros de distancia. Esa sensibilidad no tiene nada que ver con la floja impresionabilidad a la que se procura ennoblecer llamándola "temperamento creador": el de Gatsby era un don extraordinario para la esperanza, una disponibilidad romántica como nunca he hallado en otra persona y no es probable que vuelva a encontrar. No; Gatsby demostró su valía al final; lo que se cebó en él fue el sucio polvo que levantaron sus sueños, eso fue lo que provocó durante algún tiempo mi desinterés por las penas infructuosas y las alicortas alegrías de los seres humanos.
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