Hace unas semanas, en Madrid, me encontré caminando por la calle con un personaje y el arranque de una historia en la cabeza. Este es el comienzo del relato, que procuraré continuar mientras pueda.
EL DANÉS
I
Me marché a España porque quise cambiarme la vida antes de que la vida me cambiara a mí. Yo me aburría mucho en Dinamarca, donde nunca pasa nada... o más bien no dejamos que pase, porque eso de acaecer se considera de mal gusto; allí todo el mundo sigue la Janteloven o Ley de Jante, que ustedes, si como creo son españoles, desconocerán. Es una forma de ser que consiste, más o menos, en pasar absolutamente desapercibido, hasta para las piedras; en su idioma hay una expresión que, aunque no calca esta idiosincrasia, se acerca bastante, y es “hacerse el sueco”. Yo la reformularía así: “Permanece frío aunque te quemen las pelotas”. Quien allí se sale de lo estipulado es indeseable diga lo que diga y haga lo que haga; no tiene cara con que le conozcan. Y mi modo de ser, por lo que fuera, nunca encajó en esa caja de timidez social, desde que tengo uso de razón, por más que mi estilo de vida fuera deseable para bastantes extranjeros, o incluso para la mayoría. Porque tenía alquilada una buena casa, muy confortable, en Hellerup, un pueblo de la Hovedstaden , en Gentofte, al norte de Copenhague, y me ganaba la vida regularmente enseñando español en un Instituto. Pero me ocurrió que empecé a sentirme raro dentro de esa rutina, alienado por una insatisfacción que fue creciendo y amenazaba con volverme un molusco de sabor amargo, como me parecían todos los demás habitantes de la isla de Selandia, agarrados a la roca con fervor digno de mejor causa. Cada día ir al instituto y volver, un interminable fin de semana preparando clases o corrigiendo exámenes, leyendo el Morgenavisen o viendo la tele. Si hacía bueno y salía al jardín –en Dinarmarca no tener jardín es el supremo fracaso– me sentía observado hasta por los estorninos, que se callaban de súbito al verme con las manos en los bolsillos. Una desgana imposible me amilanaba cada vez más; a los demás profesores les bastaba con irse de vacaciones una vez al año; a mí, no: yo necesitaba urgentemente irme a hacer puñetas y, sobre todo, no volver. Y un lunes de octubre especialmente desagradable, porque soplaba un viento atroz que agitaba los abetos y los fresnos, decidí visitar al único pariente vivo que me quedaba, mi tía Hanne.
Ella vivía en Frederiksberg, un barrio elegante de Copenhague, en un caserón antiguo, rodeada de gatos y de librotes. Decía tener unos cinco mil, y no lo dudo, pues lllevaba un fichero escrupuloso de todas sus adquisiciones. Era viuda de uno de los libreros de viejo con más selecta clientela del país, y su marido le había dejado reunir su propia colección de rarezas bibliográficas en los idiomas que dominaba, a la que había agregado, cuando murió, la más pequeña que había guardado él. Esa colección estaba destinada a mí, pero yo no quería heredarla de ningún modo, porque estaba secretamente enamorado de mi tía, que era todo un personaje, incomparablemente más valioso en el gris panorama de nuestro tiempo. George Eliot habría dicho de ella que era una segunda señorita Brooke y "semejante a una bella cita, extraída de la Biblia o de algunos de nuestros más antiguos poetas, pero inserta en un periódico de hoy".
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