Tras concertar una cita por teléfono -ella nunca abría a desconocidos-, me presenté en su casón a eso de las cinco, cuando empezó a llover, no digo que de repente, pero sí lo bastante como para llenar de lamparones la media primera página del diario que acababa de comprar. Como sabía de mi puntualidad y me había retrasado porque usé la bicileta, me acusó de haber enfriado el té que pensaba despacharse conmigo.
-Te llamé hace unos días y no me cogiste el teléfono.
Era una mujer alta, de inquisitivos ojos grises y claros, vestida con sobria distinción de muselina azul, al cuello un hermoso pañuelo de seda y, en los brazos, Miquis, su gato de angora preferido.
La sorprendí con un beso a traición en la mejilla, sabedor de que estas frivolidades mediterráneas al estilo de mi madre española no la disgustaban; entreví un brillo de vida en sus ojos radiantes, por los cuales no había pasando aún la neblina de la vejez. Entonces empezó a asediarme con el cuestionario de su curiosidad. La paré en seco.
-Tía Hanne, quiero irme de aquí. No puedo seguir más con la vida que llevo. Y no me preguntes por qué; no lo conozco ni yo mismo: lo único que sé es que en cualquier otra parte me encuentro más vivo que aquí.
Pareció disgustada un momento, pero algo me vio en la cara que la hizo asumir mi tristeza; mi tía tiene el corazón en su sitio. Supongo que la perspectiva de quedarse sin parientes cerca no debía serle nada grata.
-¿Te has olvidado ya de Amy? -dijo, enarcando una ceja.
Amy había sido un proyecto de novia ocasional, roto cuando tuvo que irse de nuevo a Pittsburg, de donde venía. Al contrario que todas esas paletas americanas, no era orgullosa ni gorda, y tenía unas enormes ganas de volver a verme. Nos seguíamos escribiendo de vez en cuando, pero yo no quería tirar de ese hilo.
-Es una amiga, nada más. Y no me gustan los Estados Unidos. Todo el que se marcha allí no vuelve.
-¿Quiere eso decir que pretendes irte para luego volver? -preguntó, irónica- No se puede decir que los jóvenes tengáis muy claro lo que queréis.
Me enfadé. Mi tía me veía todavía en calzones cortos y pescando con mi difunto padre.
-Quiero irme, de verdad. Y, si es posible, cambiar de trabajo.
Mi tía dio un largo sorbo al té con limón que se había servido y empezó a dar vueltas a una idea.
-Quizá pueda darte lo que necesitas. Pero antes de abrirte esa puerta tengo que estar segura de unas cuantas cosas.
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