Me despierto el día de Año Nuevo con una depresión de las normales en la gente como yo. Ahí está todo lo que queda por hacer. Y yo, minúsculo como una hormiguita que tiene que empujar la piedra de Sísifo. Los antiguos figuraron el Infierno como un trabajo continuo y sin fruto, esto es, como una estupidez repetida por toda la eternidad. Eso debe ser el peor de los castigos. Y yo me siento así: no logro sentir satisfacción alguna con aquello que termino. Algo así me pasaba con mi padre: nunca en su vida me dio una palabra de apoyo y, si sentía algún orgullo, nunca lo traslució. Según creo y he podido saber por su propia experiencia, que me contó unas pocas veces, su padre, mi abuelo, era una persona semejante o incluso peor, y eso le amargó la vida. Me doy cuenta de que estas miserias afectivas me han hecho sumamente descontentadizo y, a veces, noto que incluso hasta cuando doy ánimos los quito. Cómo no me los voy a quitar a mí mismo. Puedo cavar cualquier hoyo y hacerlo más profundo. Se ve que la tristeza y la amargura se heredan tanto como los genes, y si los genes se configuran con la experiencia humana, también la experiencia humana se configura con los genes.
Toda esa expresión de alegría que es el Año Nuevo tiene algo de falso, de medicina contra la enfermedad. Todos los buenos propósitos se irán a hacer gárgaras otra vez. El pueblo y sus gobernantes se rigen siempre por el mismo principio: "Usted diga lo que quiera, que yo haré lo que me dé la gana". La sociedad española está desintegrada por el Nihilismo; ni siquiera la religiosidad, sea cual fuera -católica, krausista, o cualquier otra- que le hizo antaño una nación a tener en cuenta, pinta ya nada en el discurso nacional. La falta de fe en los demás lastra el desarrollo de la nación. No hay fe en la ciencia española, y por eso tampoco hay dinero; no hay fe en la educación española, y por eso falta también. No hay fe en los políticos (dentro de los políticos) ni en los trabajadores ni en los empresarios ni en nada ni en nadie. Lo único que tenemos, sin embargo, y no es poca cosa, es el estoicismo, esa capacidad de aguante típicamente española que nos hace seguir aunque caigan chuzos de punta, y que tanto nos envidian esos vagos de los franceses, reconstruidos en potencia a fuerza de Marshall americano y pactos con el antiguo demonio alemán.
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