Ha muerto, con 57 años, el pasado día 25 de febrero, Javier Trujillo Sánchez, mi amigo y vuestro, a quien muchos de vosotros también conocíais. La noticia ha pasado desapercibida: solo por una esquela a la puerta del Ayuntamiento, vista por casualidad, me he enterado de tan triste deceso; por lo visto padecía un tumor cerebral incurable que le tuvo hospitalizado mes y medio, sin que yo me enterase. Mientras él fallecía tuve una cierta sensación inexplicable de depresión; quién sabe si, por esas conexiones ocultas que hay entre las cosas y las personas, se me estaba revelando con un léxico desconocido que había perdido a uno de mis más fraternales amistades; un nosequé de cordial te hacía engancharte a su amistad campechana y grata. Cantaba en el Coro de la Universidad; yo, todos lo echaremos en falta, como él mismo echaba en falta mover su brazo derecho a causa de una meningitis que lo dejó tullido a edad muy temprana; esa pérdida tuvo unas consecuencias encadenadas que una persona ignorante no podría predecir: siendo de suyo bastante apuesto, esa minusvalía le impidió andar correctamente y siempre aparecía algo desaliñado, aunque limpio, porque no podía manejar el peine y ajustarse la ropa con el arte que todos los que usamos nuestra extremidad natural damos por supuesto; también era difícil distinguir sus palabras, porque tener que acostumbrarse a usar el brazo izquierdo siendo diestro le había provocado una cierta dislexia oral que perdía al momento cuando arrancaba a cantar como los mismos ángeles. Él mismo era un ángel tullido; si antes volaba por las notas más altas alabando al Señor, él, tan devoto de la Cristo de la Buena Muerte y de la Hermandad del Silencio, a cuya procesión no faltó nunca, podrá hacer ahora toda la música que quiera en los más selectos coros de serafines e incluso tocar la guitarra celeste con un brazo nuevo.
Su minusvalía, que podría haberle hecho solitario y gruñón, era compensada y superada con una gran nobleza, bonhomía y facultad para hacer amigos hasta en las cloacas. Debo a esta persona quizá los mejores años de mi vida, en una época en que andaba buscando una Arcadia imposible y una amistad verdadera. En mi biografía la entrada de Javier Trujillo fue providencial: fue una ventana por la que entró a raudales un aire vivo que me hizo descubrir a muchos otros buenos amigos y fertilizó los tiempos muertos de estéril sequedad. Le dedico estas palabras de afectuoso recuerdo, donde quiera que esté, por los buenos ratos que me hizo pasar; a él, a una de esas pocas personas que siempre es grato recordar.
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