No muchas, pero significativas son las obras que se han escrito sobre profesores de lengua y literatura, pero desde el punto de vista del profesor de literatura (no, por ejemplo, los idealizados y conmovedores al estilo Adiós Mr. Chips de James Hilton o El club de los poetas muertos de Tom Schulman, o Tom Brown’s Schooldays, donde tan bien se habla del fundador de Rugby, el pedagogo, poeta y ensayista Thomas Arnold).
Tenemos, por ejemplo, la excelente Stoner, de John Edward Williams (1965), por fortuna disponible en castellano; también, El profesor y los otros dos libros de memorias del gran Frank McCourt, de los cuales es consecuencia y coda. Me resultó muy revelador Mal de Escuela y Como una novela de Daniel Pennac, escritos por alguien que se consideraba un zoquete o mal alumno y terminó siendo profesor; para él la sustancia que lo transformó de zoquete en discente fue, sencillamente, el afecto. Por otra parte, Martes con mi viejo profesor, de Mitch Albom, puede cargar las pilas. Simétrico en su existencial desolación es el retrato que hace Terence Rattigan en La versión Browning, tan espléndidamente pasada al blanco y negro por Antony Asquith (1951; no me hablen de la infame refundición posterior). La crisis educativa -que eso es lo que es la educación en España, una crisis- suscitó gran número de glosas narrativas: Agustín de Tejada, Daniel Arenas Martín y Javier Arcas hacen lo propio en El profesor inocente, Perdón por enseñar e Y, sin embargo, contento. Josefina Aldecoa es muy conocida por su Historia de una maestra. Su marido dio una breve pero intensa visión de lo que era la enseñanza en su época, un poco la nuestra, en su cuento Aldecoa se burla. Juan Eslava Galán, tan divertido de leer, narró sus primeros años de estudios en su novela Escuela y prisiones de Vicentito González, y luego se burló del director del instituto en que trabajaba en un cuento del que he perdido la referencia. El infierno y la brisa de Vaz de Soto tiene algo, pero no me convence; la película es mejor que la novela.
Tenemos, por ejemplo, la excelente Stoner, de John Edward Williams (1965), por fortuna disponible en castellano; también, El profesor y los otros dos libros de memorias del gran Frank McCourt, de los cuales es consecuencia y coda. Me resultó muy revelador Mal de Escuela y Como una novela de Daniel Pennac, escritos por alguien que se consideraba un zoquete o mal alumno y terminó siendo profesor; para él la sustancia que lo transformó de zoquete en discente fue, sencillamente, el afecto. Por otra parte, Martes con mi viejo profesor, de Mitch Albom, puede cargar las pilas. Simétrico en su existencial desolación es el retrato que hace Terence Rattigan en La versión Browning, tan espléndidamente pasada al blanco y negro por Antony Asquith (1951; no me hablen de la infame refundición posterior). La crisis educativa -que eso es lo que es la educación en España, una crisis- suscitó gran número de glosas narrativas: Agustín de Tejada, Daniel Arenas Martín y Javier Arcas hacen lo propio en El profesor inocente, Perdón por enseñar e Y, sin embargo, contento. Josefina Aldecoa es muy conocida por su Historia de una maestra. Su marido dio una breve pero intensa visión de lo que era la enseñanza en su época, un poco la nuestra, en su cuento Aldecoa se burla. Juan Eslava Galán, tan divertido de leer, narró sus primeros años de estudios en su novela Escuela y prisiones de Vicentito González, y luego se burló del director del instituto en que trabajaba en un cuento del que he perdido la referencia. El infierno y la brisa de Vaz de Soto tiene algo, pero no me convence; la película es mejor que la novela.
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