domingo, 2 de marzo de 2014

Los muros de Jericó

El periodista americano Dan Rather dijo un día con cinismo que, si matas a una persona, eres un asesino y te llevan a la silla eléctrica; si matas a diez, eres un loco, te llaman "asesino en serie" y ruedan una película; y, si matas a cien mil, eres político y te invitan a Ginebra unos días, a negociar.

Nuestro mundo se construye con escalas sinonímicas; podría decirse, parafraseando a Rilke, que este mundo es el grado de lo terrible que soportamos todavía; es cuantitativo, no cualitativo. Pese a lo que pueda parecer, nada está ordenadito y en su sitio con un letrero. Se halla amontonado y en desorden y trabajamos en él a bulto y con torpeza; el caos es el elemento más abundante en el mundo y en nosotros mismos. Nos domina un capitalismo de chacina (o cantimpalismo choricero), donde todo se vende por cantidades y no por cualidades, mucho menos éticas y morales, que se regalan como adorno. El tener una suma grande de votos exime de cumplir el propósito moral que se prometió al recogerlos y ya se empezó a olvidar con la fórmula de la jura que se hizo para desempeñarlos; lo que importa es eso, la suma de votos, el poder, el medio, porque para la política no hay fines: estamos en el mundo de Max Horkheimer, el de la razón instrumental. Impera la alienación y alienados son incluso los que creen que nos gobiernan, cuando lo único que hacen es seguir el imperativo impersonal de un mecanicismo inhumano.

Tres cuartos de lo mismo es lo que pasa con nuestra manía de las rayas, fronteras, vallas, muros y murallas. Se hace incluso fijando líneas ante la ventanilla o mirillas telescópicas ante las puertas, que antes no había. Los simpapeles "asaltan" la valla como si fueran hampones, y marcamos ya al extranjero como salteador, saltándonos nosotros mismos la precisión terminológica. Se trata a toda costa de mantener las distancias, de impedir que se adhieran los pegajosos sentimientos que nos unen en sociedad y los dolorosos dolores, pero unos estamos más distantes que otros de la misma manera que unos somos más iguales que otros. Y especialmente lejanos están los políticos-dioses, sobre todo en la cumbre tibetana de la Unión Europea. El tercer mundo viaja en tercera clase y juega en tercera división y, mientras nosotros nos consideramos europeos de segunda, no nos importan los terceros en discordia. 

Una nigeriana ha pasado la valla con un fémur roto. Es un caso, perdón, una persona significativa, porque por esa línea de fractura pasa una frontera que no se va a recomponer. Más aún, es mujer, así que con la pata quebrada y a casa en el negro y machista corazón de África. Le compraremos muleta y todo, incluso le soldaremos el hueso, pero seguirá la otra fractura, porque nosotros empezamos a quejarnos de luxaciones y no queremos hacer los trabajos que ellos hacen a gusto, cosiendo y cantando. Si tomamos por mapamundi la misma telaraña-mapa de Ciudad Real, donde la iglesia catedral es araña, hay a un lado un montón de calles con nombres de naciones tras ese tremendo Eroski que hace de Mercado común, y también hay gente en un barrio africano que quiere cruzar el lago mediterráneo sin tener que caerse desde el puente para pasar a mejores chabolas; muchos de ellos son gitanatas, asiatas y negratas. 

La Unión Europea era llamada antes Mercado Común, y lo era, porque las peleas parecían cosa de verduleras. La misma Thatcher era un apio que no se tragaba nadie. Hubo que trabajar mucho para soldar unos huesos que llevaban mucho tiempo sin componerse y ahora mismo la Unión está tan gorda a causa del euro que cualquier día va a fallecer de un ataque al corazón partío y patrio de Berlín. Los mandarines del imperio alemán están esperando a los bárbaros tras las murallas y no se dan cuenta de que los bárbaros les están creciendo en su propio seno. Son los bárbaros naciofascinerosos, de los que hay muchos incluso entre los proeuropeos de Ucrania, que ven a la Unión como lo que realmente es, una confederación germánica. Nosotros, sudistas, haríamos bien en declarar una Guerra de Secesión o, mejor incluso, volvernos lone star, como Suiza. Daneses, ingleses, polacos y algún otro han sabido ver claro cuando los españoles nos poníamos ciegos de europeísmo. Nunca se plantearon salir del euro, porque nunca entraron. Como resultado de nuestra estupidez, ahora formamos parte del Sacro Imperio Romano Germánico y la Merkel dicta nuestra política campando a sus anchas en nuestro mercado, dejando a nuestros parados al pairo y a nuestros políticos mamando del cargo y sin nada que hacer, ahora que hasta lo poco que podían ya no es necesario; seguro que de ellos no se hará un ere que los una al paro. Un erre que erre, sí. Hemos perdido soberanía, aunque nunca tuvimos demasiada; desde luego, no tanta como la del propietario de la Constitución, ese rey al que no se puede acusar ni siquiera de estornudar.

Esto de que la sociedad es un cuerpo es metáfora clásica y antigua; su formulación más lejana la encuentro en el tercer libro De officiis ("Sobre las obligaciones") de Cicerón, uno de los padres del iusnaturalismo o derecho natural, para el cual, como todos hemos nacido iguales, nos debemos tanto a otros como a nosotros mismos; se hallaba el hombre horrorizado porque veía la República a punto de caer bajo Marco Antonio, quien, al final, le cortó la cabeza, tomando algunas palabras corporativas de su libro demasiado al pie de la letra, las referentes a que hay que extirpar del cuerpo común los miembros podridos. 

La imagen la usaron luego las epístolas paulinas para divulgar el cristianismo entre extranjeros nada judaicos: las desemejanzas entre los miembros del cuerpo místico de Cristo son necesarias para desempeñar funciones distintas, pero cada miembro socorre a los demás para evitar la ruina común. Ese fue el origen del famoso y estúpido corporativismo fascista, nacido no más de una metáfora ciceroniana. Como en la película de Fellini, el corporativismo nos puede hacer desfilar a todos al mismo paso, pero no nos puede hacer clones por más que se empeñe. El hombre solo es socializable hasta cierto punto, más allá del cual se vuelve profundamente territorial y tiene que poner rayas, vallas, muros y hasta murallas. Algunos incluso se esconden en una oficina, una empresa, un convento, un búnker, una cárcel, una biblioteca o un siquiátrico. O un texto escrito.

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