jueves, 12 de noviembre de 2020

La chimenea cuadrá de Puertollano

Recuerdo cómo subíamos allí el día del chorizo. Solo había que ascender por la calle lateral de los Salesianos. Pero yo también lo hacía después de la lluvia. E iba levantando las piedras para ver a los alacranes y a los escarabajos confiados y confortablemente instalados bajo ese techo a salvo del agua. Los debía haber dejado en paz, como las escombreras de las minas y la más lejana Tejera, donde se encontraban los mejores fósiles o simplemente rocas llamativas o curiosas. Desde nuestro piso, el último de una casa de vecindad, se veía todo el panorama del valle minero como si fuera un fondo velazqueño, mientras sonaban mañaneros los cantos de las perdices. Otras veces iba con mi padre a sacar gusanos del fango ribereño del Ojailén; con ellos cebábamos los anzuelos para la pesca del lucio.

Al lado de la chimenea cuadrá, cuyo origen era un puesto del decimonónico telégrafo óptico, había un pozo de agua que debía ser un aljibe, puesto que se hallaba en una de las zonas de la cumbre del cerro.

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