Se ha demostrado que llamar burro a Trump es redundante. Y además es descripción, no insulto: "Tonto es el que hace tonterías" es la definición de un genio como lo fue Forrest Gump, no precisamente ese gemelo suyo necio, Forrest Trump. Es incorrecto solo porque el burro es la mascota del partido demócrata y de Juan Ramón; Trump no es blando ni suave, ni parece hecho de algodón sureño, aunque sí es más peludo que pelosiano y ultrablanco, o más bien eso que ellos llaman mierda blanca, aunque se bañe en agua de mentiras y borrajas; es de la que se dice tartamudeando cacaca, KKK. Podrá no haber declarado una guerra a los extranjis, pero lo ha hecho a sus intranjis con su "América primero", dividiéndola e incitando a la guerra civil. Y perdonen la forma de señalar.
No quiero fruncir el entrecejo, que dicen los novelistas, pero no hay que engañarse: lo que es Trump es un simple palurdo (que es decirlo dos veces: simple y palurdo). Lincoln, que era de su partido, no de su secta, lo sabía bien: "Puedes engañar a todo el mundo algún tiempo. Puedes engañar a algunos todo el tiempo. Pero no puedes engañar a todo el mundo todo el tiempo.” Ha habido gente que ha votado más contra él que a favor de Biden, y ahora ha cosechado las tempestades de los pedos narcisistas que se tiraba. Tras el virus, tras Halloween y tras los comicios useños, las bravatas antidemócratas y antidemocráticas de Trump no asustan ya a nadie, ni siquiera que diga que no es serio este cementerio y que los muertos por virus han salido de sus tumbas para votar por correo.
Luego vendrá sin embargo el tío Paco con las rebajas; subirá de nuevo el número de parados y de detenidos, porque esta es solo la segunda de las crisis que desangran a Occidente (no precisamente a Oriente) de su más mal distribuida que malgastada opulencia hasta que aprendamos que lo que hoy en día importa es la especie humana y no el individuo, la clase social y la nación.
Salgo de una birrería y un colgado me dice ante la Luna llena que es una aspirina de Dios para nuestras aflicciones. Desde luego el patio mundial está para alucines y balas de plata. Incluso nuestro patio, con tanta elección indecisa y tanto presupuesto postsupuesto. Parece un piso de estudiantes: en años sin fregar, los platos han desarrollado tan complejo ecosistema de guarrería, tanta carroña y corruptela que ni siquiera pueden igualarse las malformaciones políticas de la postdictadura. Menuda teratología, la de ahora. Los viejos ya comen en platos de plástico porque los jóvenes que deben lavarlos, aparte de su demográfica escasez, no son capaces ni de sacar la nariz del móvil, del miedo que han. No poca parte es de derechas y ya aprenderá con el tiempo y por las malas: hay que hacerse valer incluso en una época sin valores. Y, hasta que llegue lo nuevo, si es que llega, el mundo seguirá pareciendo una pensión sórdida donde se mueren los viajantes, la toalla se mueve sola como un gusano, las moscas juegan al tute y los vegetales calcetines florecen por doquiera como apestosas margaritas en primavera; en este piso más de estudiantes que de estudiosos nos alimentaremos con sopa de sobre, pan de ayer y Nocilla. Que no por nada somos eso que llaman generación Nocilla o afterpop.
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