viernes, 16 de marzo de 2007
Costumbres rurales
Quien vaya a visitar el pueblo de sus padres ha de cambiarse de mentalidad; parece que no, pero un cambio de lugar en el mundo supone también un cambio de mundo en tu lugar. Paseas por las calles y te sorprende el cambio de registro de aromas y ruidos: hollín de brasero, boñiga de caballo, pájaros inquietos y culebrones hispanoamericanos que se filtran por las ventanas. Parece que nadie te mira, sí, pero lo primero que oirás es cómo se abren o cierran las persianas y el descorrerse de los visillos. Por lo menos veinte ojos estarán observándote. Por fin, te topas con un lugareño, que te mira de arriba abajo y te espeta sin contemplaciones: "Y tú, ¿de quién eres?" ... Y hasta que no te haya espulgado el linaje hasta la cuarta generación, el problema fundamental de todo el pueblo será saber de dónde vienen tus genes y por dónde andan repartidos. Cuando por fin se te ha asignado el mote del clan, se te deja ya circular en paz por la isla aparentemente desierta del pueblo, siempre perseguido por legiones de ojos. Las viejas catalogarán rigurosamente cualquier relación que entables con el sexo opuesto; cada cosa que te pase será paso inevitable de una estudiada cadena que te conducirá irremediablemente al matrimonio o al chismorreo. Algún tiempo después, se te obsequiará con algún regalo de huerta -la gran y célebre generosidad del español- y el extraño empezará a aburrirse a espuertas oyendo el infinito silencio y mirando el infinito horizonte, echando de menos los espacios cerrados de la ciudad y el confortable anonimato en que se mueven los bastardos hijos de nadie.
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