Avanza uno por la vida, la vida va avanzando por uno; no la sobrepasamos, ella nos sobrepasa a nosotros, nos deja muertos a un lado del camino. Nos cansamos, nos envejecemos, nos perdemos el tiempo, el entusiasmo, la vida, la ilusión; todas las cosas que se pierden y que cantaba el loro de Antonio Machado; si la vida es un combate, es un combate perdido. No ganamos nada: somos delebles en el tiempo, nos desleemos en el aire, en el amor, en la comida, en el sonido, en la luz; el final de todo son las manos vacías, donde ya no laten los pulsos: el tiempo ha muerto en nuestros brazos. Con razón a todos los muertos los cruzan de brazos antes de meterlos en su caja de zapatos y ponerlos con los demás en los nichos; ¿y qué?, titulaba el tétrico Manuel López Villaseñor un cuadro en el que a menudo me he visto; la crueldad de Villaseñor me es propia y quizá no en vano nacimos el mismo día, aunque no el mismo año; sus emigrantes metafísicos y sus balcánicas desdichas en los supurosos hospitales y los soporosos metros grises del tiempo son la copia de mis días y la imaginería habitual de mis tediosas pesadillas.
Me diréis: el amor es lo que hace soportable el mundo. Quizá. La belleza, la semejanza que uno encuentra en lo otro y que lo hace creerlo suyo, carne o espíritu suyo. La simetría incluso, que provoca el asombro ante lo que es uno pero es otro; pero al cabo parece tan vano como todo pretexto; importa la conclusión y la fatiga y su estrago están ahí, en ese final que ya ha sido escrito, esa agua que ya no mueve molino, ese olvido, esa reducción fatal que somos todos los que nos estamos esquilmando como los árboles en otoño, perdiendo sustancia y quedándonos reducidos a la miserable gallina pelada que es un viejo, un perchero de huesos de cocido servido a los gusanos, con los garbanzos inevitables del rosario y el laurel pútrido de las coronas hipócritas. Los viejos son simples: se agarran a las costumbres con un ansia que delata su deseo de permanecer confundidos con lo mismo y eterno. Pero sólo son sombras platónicas de una juventud ya pasada, sombras de los hijos que han tenido y que ahora son más reales que ellos. Cualquiera que oiga a los viejos reunidos lo verá: toda su conversación se reduce a la siniestra competición de alcanzar el título de más viejo del edificio o del barrio y llevar las necrológicas de los de su quinta; soplan aliviados cuando la parca pasa de largo.
La tranquilidad. ¿Qué es eso? Toda mi vida la he deseado, y cuando menos la he querido me he encontrado instalado sin querer en ella. La muerte podría ser su sinónimo si no fuese algo tan absolutamente inadjetivable. Estamos atados al mundo y a la vida como a un hermano gemelo. En la boca está el sumidero donde se pierde nuestro contacto con él. Tragar, hablar, escupir, sonreír, vocear, gritar, arreos son que nos atan a ese gemelo estúpido que nació con nosotros y morirá con nosotros, el mundo cuya metáfora somos. Lo tengo delante: lo veo siempre como un espejo que a veces me habla, lo perforo con mi ser en él; lo sobrellevo como un preso lleva su peso de bola, su cadena y su grillete. A ratos me fascina y las más veces me aburre. Es curioso que una de las razones que más aducen quienes se matan sea el aburrimiento. Morirse de aburrimiento es algo real, pero yo nunca podré morirme de eso. Tengo demasiadas cosas en la cabeza que soltar, demasiada presión sobre mi conciencia y que tengo que cambiar por palabras o por arte; pero todo eso está metido en la caja fuerte del futuro, cuya combinación no poseo; lo que tengo realmente ahora es el aburrimiento y la repugnancia de hacer lo que no deseo, de encontrarme yecto en el mundo. Pero me expreso con un lenguaje, y no puedo reducirme al silencio: vivo, aunque sea en el mundo de la letra impresa, el mezquino y gris universo de la letra impresa, y eso justifica mi existencia y me sitúa en el mundo, me ordena, me tranquliza. Es esta compulsión todavía no defraudada la que me mantiene aquí, así como las anclas de unos afectos que todavía no son obligaciones.
Me diréis: el amor es lo que hace soportable el mundo. Quizá. La belleza, la semejanza que uno encuentra en lo otro y que lo hace creerlo suyo, carne o espíritu suyo. La simetría incluso, que provoca el asombro ante lo que es uno pero es otro; pero al cabo parece tan vano como todo pretexto; importa la conclusión y la fatiga y su estrago están ahí, en ese final que ya ha sido escrito, esa agua que ya no mueve molino, ese olvido, esa reducción fatal que somos todos los que nos estamos esquilmando como los árboles en otoño, perdiendo sustancia y quedándonos reducidos a la miserable gallina pelada que es un viejo, un perchero de huesos de cocido servido a los gusanos, con los garbanzos inevitables del rosario y el laurel pútrido de las coronas hipócritas. Los viejos son simples: se agarran a las costumbres con un ansia que delata su deseo de permanecer confundidos con lo mismo y eterno. Pero sólo son sombras platónicas de una juventud ya pasada, sombras de los hijos que han tenido y que ahora son más reales que ellos. Cualquiera que oiga a los viejos reunidos lo verá: toda su conversación se reduce a la siniestra competición de alcanzar el título de más viejo del edificio o del barrio y llevar las necrológicas de los de su quinta; soplan aliviados cuando la parca pasa de largo.
La tranquilidad. ¿Qué es eso? Toda mi vida la he deseado, y cuando menos la he querido me he encontrado instalado sin querer en ella. La muerte podría ser su sinónimo si no fuese algo tan absolutamente inadjetivable. Estamos atados al mundo y a la vida como a un hermano gemelo. En la boca está el sumidero donde se pierde nuestro contacto con él. Tragar, hablar, escupir, sonreír, vocear, gritar, arreos son que nos atan a ese gemelo estúpido que nació con nosotros y morirá con nosotros, el mundo cuya metáfora somos. Lo tengo delante: lo veo siempre como un espejo que a veces me habla, lo perforo con mi ser en él; lo sobrellevo como un preso lleva su peso de bola, su cadena y su grillete. A ratos me fascina y las más veces me aburre. Es curioso que una de las razones que más aducen quienes se matan sea el aburrimiento. Morirse de aburrimiento es algo real, pero yo nunca podré morirme de eso. Tengo demasiadas cosas en la cabeza que soltar, demasiada presión sobre mi conciencia y que tengo que cambiar por palabras o por arte; pero todo eso está metido en la caja fuerte del futuro, cuya combinación no poseo; lo que tengo realmente ahora es el aburrimiento y la repugnancia de hacer lo que no deseo, de encontrarme yecto en el mundo. Pero me expreso con un lenguaje, y no puedo reducirme al silencio: vivo, aunque sea en el mundo de la letra impresa, el mezquino y gris universo de la letra impresa, y eso justifica mi existencia y me sitúa en el mundo, me ordena, me tranquliza. Es esta compulsión todavía no defraudada la que me mantiene aquí, así como las anclas de unos afectos que todavía no son obligaciones.
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