viernes, 16 de marzo de 2007

Leyes

"Hay tantas leyes que nadie puede estar seguro de no ser colgado", dijo Napoleón. Cuánta razón tenía; una ley resulta inútil si su extensión es tan grande, a causa del número de excepciones, que su intención primitiva queda desfigurada; algo parecido cabe decir de esas leyes que se emplean para intenciones que nada tenían que ver con las que se propusieron; por ejemplo, esa ley que, bajo la excusa de impedir secuestros terroristas, impide conocer el patrimonio económico de los políticos. Solamente las leyes breves tienen alguna eficacia, la derivada de su contundencia; pero, claro, para eso hay que saber escribir, y los legisladores padecen una prosa de gañán leguleyo y picapleitos cuyas nebulosidades parecen estudiadas a propósito para suscitar interpretaciones necias y sesgadas. Por otra parte, la ley es sólo la forma que toma el poder para hacerse soportable por los débiles y está hecha para que los ricos, cuando tiran los dados saquen seis y tiren otra vez, y para que cuando los pobres los tiren, saquen uno y vayan a prisión o queden estancados en la posada: eso es lo único que da la ley a los débiles, paciencia o castigo. Eso los ricos lo llaman pomposamente ley y los pobres trampa, pero no hay diferencia alguna: todo está escrito en el mismo papel mojado en que el poder imprime su ejecutoria de seguir siendo poder, puesto que el poder no podría definirse como poder sin ejercerse siempre sobre el débil. Nietzsche veía claro estas cosas, así como otros descreídos cuyo nombre esconde la historia, como el propio Anacarsis, quien, al encontrarse con el gran legislador Solón, le demostró que no era posible unir las leyes a la conveniencia general, porque las leyes eran unas telas de araña que rompía siempre el moscón o pajarraco poderoso, mientras que sólo los débiles mosquitos eran atrapadas por ellas. Y el papel de la justicia en esta trama parece siempre, aunque no siempre, tan feo como el de la araña.

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