Qué retruécano más idiota el de que hay que comer para vivir y no vivir para comer. Cualquiera que tenga dos dedos de frente (y un poco de tripa) atisbará que los que tragan comida es porque no tragan otra cosa que sabe bastante peor. Esa otra cosa puede ser muy varia, pero podemos meterla en una caja que llamaremos vivir, o realidad a fin de cuentas, en el sentido fenoménico y general del término. Los quijotescos anoréxicos tampoco tragan con esa realidad y reaccionan vomitándola. Los sanchopancescos tragaldabas lo único que hacen es digerirla y degradarla hasta que tiene el aspecto de lo que realmente sugiere. Comer es algo estético, y no en vano con la comida se elabora un gran arte, la gastronomía; como todas las artes, la gastronomía convierte la realidad en algo que se puede soportar.
George Bernard Shaw decía que el único amor sincero es el amor a la comida; desde luego comer es algo muy íntimo y nos llega más hondo que al corazón, a esa bolsa siempre vacía llamada estómago. La religión cristiana funda su acto más sagrado en una comida, en una comunión. En la parroquia de Entrevías que tan mal le cae a Benedicto XVI comulgan en Semana Santa con torrijas y el resto del año con rosquillas hechas por las señoras que asisten a misa. Los neurólogos han descubierto que también pensamos con los órganos digestivos, porque están forrados de tejido nervioso neuronal; de ahí que emociones intensas puedan hacernos vomitar, porque nuestro sistema digestivo posee una especie de rudimentario sistema nervioso, heredero de nuestro lejanísimo pasado gasterópodo, que reacciona a algunos neurotransmisores. Por tener, las tripas tienen hasta una voz propia que por un lado los ventrílocuos articulan muy bien, y los profanos no sabemos interpretar cuando nos sorprende gruñonamente alguna mañana en que no hemos desayunado. Por el otro lado esa voz es indiscreta y se esconde como un pecado mayor.
George Bernard Shaw decía que el único amor sincero es el amor a la comida; desde luego comer es algo muy íntimo y nos llega más hondo que al corazón, a esa bolsa siempre vacía llamada estómago. La religión cristiana funda su acto más sagrado en una comida, en una comunión. En la parroquia de Entrevías que tan mal le cae a Benedicto XVI comulgan en Semana Santa con torrijas y el resto del año con rosquillas hechas por las señoras que asisten a misa. Los neurólogos han descubierto que también pensamos con los órganos digestivos, porque están forrados de tejido nervioso neuronal; de ahí que emociones intensas puedan hacernos vomitar, porque nuestro sistema digestivo posee una especie de rudimentario sistema nervioso, heredero de nuestro lejanísimo pasado gasterópodo, que reacciona a algunos neurotransmisores. Por tener, las tripas tienen hasta una voz propia que por un lado los ventrílocuos articulan muy bien, y los profanos no sabemos interpretar cuando nos sorprende gruñonamente alguna mañana en que no hemos desayunado. Por el otro lado esa voz es indiscreta y se esconde como un pecado mayor.
Eso de tener más tejido nervioso puede hacer a aquellos quorum deus venter est muy dichosos: pueden tenerse como más inteligentes que los flacuchos. No en vano los trastornos alimenticios son muy difíciles de curar, porque los pacientes suelen ser asaz despabilados y se engañan a sí mismos con mucha habilidad. En su fuero interno poseen una gran pulsión de muerte, pero su razón más fuerte, la de arriba, rechaza de forma consciente esa alternativa como estúpida.
Atestarse de triglicéridos es una forma lenta y placentera, al menos al principio, de tomar la cicuta. Como otras adicciones, el alcohol, por ejemplo, parece inofensiva al principio, pero luego marcha como loca a su desastroso final. La forma de curarla es simple, pero radical: una vida tranquila y una rutina alejada fuera de todo aquello que agobia a las personas. Porque la raíz de una ingesta compulsiva es siempre, como en todas las toxicomanías, una fundamental y no diagnosticada depresión exógena.
Atestarse de triglicéridos es una forma lenta y placentera, al menos al principio, de tomar la cicuta. Como otras adicciones, el alcohol, por ejemplo, parece inofensiva al principio, pero luego marcha como loca a su desastroso final. La forma de curarla es simple, pero radical: una vida tranquila y una rutina alejada fuera de todo aquello que agobia a las personas. Porque la raíz de una ingesta compulsiva es siempre, como en todas las toxicomanías, una fundamental y no diagnosticada depresión exógena.
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