Están en la cola para los análisis de sangre un hombre y una niña de su mano. La niña vislumbra por la puerta la desagradable visión y a un peque al que las enfermeras distraen para que le puedan extraer las muestras; llora al notar la picadura del insecto sanitario. Le toca el turno a la niña, que pone el brazo a disposición del enfermero, un hombre mayor, mal dormido a aquella temprana hora de la mañana por las guardias que le hacen pasar y ceñudo por la ingrata tarea que tiene entre manos; pincha la arteria de la niña procurando hacer su oficio como debe y puede; la sangre ya corre al tubo de muestras; de pronto, el milagro: la niña le da un beso en la frente. El enfermero no puede contener la sonrisa de felicidad; le queda escrita en la cara y no desaparece; cualquiera diría que es la primera vez que le pasa una cosa así. Se le ha alegrado el día. De repente ha visto que lo que hace no es ingrato, feo ni malo, es bueno: ayuda a que la enfermedad no se cobre más víctimas. Desde entonces el sol brllará todo ese día para ese cansado miembro de la raza humana.
El hombre que viene de la mano de la niña reflexiona. Los niños no suelen hacer esas cosas, aunque esta niña sí lo ha hecho, sin ser consciente de por qué ni para qué. Y el sol, de repente, luce también para él. Esa es su hija.
El hombre que viene de la mano de la niña reflexiona. Los niños no suelen hacer esas cosas, aunque esta niña sí lo ha hecho, sin ser consciente de por qué ni para qué. Y el sol, de repente, luce también para él. Esa es su hija.
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