Otro muerto ilustre, del que he leído los tres tomos de su autobiografía y la biografía que escribió de Juan Carlitos I, El rey, e infinidad de artículos publicados en el suplemento de El País hace años. ¿Qué tengo que decir? Primero, que es un escritor como la copa de un pino, al menos en español, pues también le da a la pluma bien en francés; segundo, que es una persona sin ningún valor moral, un libertino absoluto que ha vivido una en él perfectamente soluble contradicción entre sus orígenes nobles -ni siquiera el el legítimo marqués de Castelvell- y su supuesta connivencia con el socialismo y el antifranquismo; había una época en Europa en que era imposible poder frecuentar ciertos ambientes si no se era antifranquista, y esa fue una postura que asumió como otras para poder ir a los salones donde se cocía el pijismo de altura y poder ejercer el periodismo en Paris Match y la escritura de novelas sobre la España bestia. Es un veleta, y un veleta nunca podrá educar bien a sus hijos; no me extraña que sus hijos ingleses le hayan dejado de lado, por lo que dice de su madre y primera mujer, Priscilla Scott Ellis, una enfermera durante la Guerra Civil de origen noble y pintoresca familia que no se merecía cargar con semejante borracho.
Las cosas que cuenta en su biografía sobre su padre, monárquico seguidor de Alfonso XIII, ponen los pelos de punta, como eso de que matara a un rojo por cada par de zapatos que le robaron en su casa, y que tardara casi tres horas en vestirse, el muy lord Brummmel. Un nazi. El olor a oropel desmayado de su ejecutoria preside todo eso que en su autobiografía puede resumirse en darse la gran vida, pues eso es lo que se dio este señor pícaro por toda Europa con un lujo de maharajá, dándose el gusto de conocer íntimamente a beldades como las hermanas Gabor, y menos íntimamente a auténticas beldades como Audrey Hepburn, alguien que, al igual que los hijos de Vilallonga, tuvo que padecer el despego de un padre cruel; no entiendo cómo esta persona, tan generosa y solidaria, pudo ser amiga de Vilallonga, alguien en quien cualquier atisbo de ética aparece tan impostado y ridículo como en un payaso. Tal vez por eso lo torturaba de hambre cuando lo invitaba a casa, lo que acaso él interpretó de otra manera... ¿necesitaba adelgazar alguien con esa figura, que sólo comía una alita de pollo y una hoja de lechuga al día?. Y sin embargo este chulo encantador escribe tan bien, ¡ay! ¡Y cuenta unas historias tan amenas! La literatura redime a este señor deplorable y cultísimo que tan bien conocía las alturas y bajuras del ser humano, tanto en sus correrías por una Inglaterra de ingleses locos como por una Argentina de caballos trotones, una Francia de cartón piedra y una Roma repleta de Fellinis. Ah, y unos Estados Unidos donde describe a la protagonista de Sonrisas y lágrimas (una película que, por demás, no tiene nada que ver con Demócrito ni Epicuro) con "tobillos de vaca", maldad en él habitual contra quienes no se acuestan con él o le caen mal, sencillamente. También es sincero a su manera, y no tiene empacho en reconocer que entrenaba a chicas francesas poco educadas enseñándoles modales para que pudieran pasar por putas de alto standing en Paris, empleo o entretenimiento que dejó porque no le resultaba gratificante. Qué hombre.
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