Uno enciende la tele y siente un profundo, verdadero asco: tal es la completa vaciedad y zafiedad, tal es el absoluto desperdicio de tiempo y el patente deseo de ganar dinero o poder con la menor inteligencia y ética posibles. Lo único en lo que se encuentra interés es bien sintomático: las autopsias de CSI o las búsquedas de Sin rastro. Se va al teatro o al cine y se siente casi lo mismo ante la absoluta superficialidad de unos contenidos tan mínimos que ni siquiera son contenidos, sólo epidermis y colores sin contorno alguno; lee los periódicos y los tira hecho una furia ante la absoluta falta de razones y de explicaciones en una era en la que la sobrecarga informativa exige precisamente razones y explicaciones, comprensión y análisis y no manipulación y oscuridad; enciende la radio y le aturde el ruido de la falta de ideas, que a veces toma la forma de una música repetitiva. Va a una librería y todas las obras repiten lo mismo. Parece esta época un infierno budista de perpetuo mal karma, un mantra de continuas reposiciones; el tiempo no avanza y el mundo se vuelve una especie de estatua de don Tancredo que espera las cornadas del estrés. El tiempo camina en círculos viciosos. Todo el mundo va muy deprisa, pero a ninguna parte y para no hacer nada, y lo que es peor, sin enterarse de que no va a ninguna parte y de que no hace nada. Es la peste de lo inauténtico. Lo viejo no termina nunca de morir y lo nuevo no consigue nunca acabar de nacer. En español existe una hermosa expresión, "vergúenza ajena" para indicar la solidaridad con quien está haciendo el ridículo; se contrapone a otra expresión indignante, esta vez en alemán, schadenfreude, el placer que se siente cuando alguien a quien se odia está metiendo la pata. Hace falta menos plebeyez, más humanidades, menos capitalismo y más amor por la humanidades y la cultura. Nobleza, hidalguía, vergüenza torera y, sobre todo, deseo de saber.
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