Las utopías nunca llegan, nunca han llegado; hace treinta años decían que ya estaríamos viviendo en la Luna. Y quizá no llegan nunca porque no hay quien pague su enorme costo; en ese caso, las utopías sólo llegarían a unos pocos, los de siempre. Lo que hacen las utopías, en vez de llegar, es sucederse unas a otras en presentes sucesiones de difunto; pero eso no lo saben los ciegos, pobres y humildes borregos que van detrás de ellas, encabezados por los cínicos que sí lo saben y se aprovechan de ello. Cada vez que me ensucio leyendo un programa electoral o padeciendo la vomitona desinformativa de un telediario renuevo este mismo pensamiento. Octavio Paz decía que el siglo XX es el siglo de las utopías que acaban siempre en campos de concentración. Más parecido a lo que yo siento es lo que decía el poco cándido Carlos Luis Álvarez, uno de los viajeros de esos tranvías, en su libro Memorias prohibidas En fin, hacen falta burros para tirar del carro. En ese sentido, la persona más valiosa del mundo es siempre la más humilde, la que saca las castañas del fuego o sostiene hasta el fin la patata caliente de la ordalía, la que padece todo el pesado peso de la máquina social y es la primera siempre en sufrir sus errores e injusticias. No Frodo, sino su sirviente Sam, el verdadero héroe de la historia. En mi ética, hay que respetar más al humilde que al poderoso; y esta humildad encierra no sólo a las personas, sino a los animales, a las plantas y a las cosas .
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