Otra vez en el derrubio mesetario. Cuando vas en coche a Madrid, lo primero que notas al aproximarte es una especie de boina morada sobre la dentadura del horizonte, causada por la contaminación. Después, el lío urbanístico-automovilístico y el estruendo. La presentación en AVE es mejor: nada más salir del gusano te recibe la cabeza cortada de un niño muerto y un reloj festina sin lente. Nos apresuramos, pues, hacia el médico, y llegamos al Hospital Ramón y Cajal a tiempo; nos asiste la doctora Denia, muy sabia ella. Mi hija, como siempre, con preguntas de geografía desconcertada. Luego, zumbando otra vez a la unidad de quemados del Hospital Universitario de Getafe; tomamos un cercanías que nos deja donde siempre, pero como salimos por otro respiradero nos despistamos y un urbanita que no quiere quedar mal nos termina de confundir; el paseo resulta muy bonito, sin embargo: llegamos a la fuente donde el Getafe celebra sus triunfos y pasamos por otra que me impresiona más, pues simula un diente de león muy conseguido; también me hace gracia un chollo, todoacién o tienda de oportunidades llamado El Corte Chino; vemos a esa hora del día a pintorescos jubilados paseando perritos de todo tipo y a amas de casa quintañonas haciendo la compra; pintadas y carteles de todo pelaje ofreciendo instrucción y rock duro junto a pancartas de protestas vecinales por unas vibraciones causadas por obras municipales eternas; pese a todo, es un lugar ideal para vivir, no una de esas grotescas ciudades dormitorio: todo está lleno de negocios familiares y pequeñas tiendecitas, con parques, avenidas, bancos y rincones agradables; está la típica mezcolanza multiuso franquista: arquitectura de buen gusto y respetuosa con el entorno y casas de chocolate estilo Hansel y Gretel, pero también con rosales como las de Jaén; hasta las cursiladas tienen su nosequé de humano y cordial; sopla el aire sano y alimenticio de las afueras y no hay edificios que superen las tres plantas, quizá por la proximidad del Aeródromo de Cuatro Vientos.
Tras reorientarnos mejor y tomar el Autobús 448, que nos deja en el puente, llegamos a nuestro destino; la doctora examina la manecilla de Paloma y resolvemos que podrá esperar todavía otro año la necesaria operación; salimos a través del lío de Metrosur, con billete independiente del resto de la red; venden zapatos de señora a cinco euros y la mía se compra un par; los cordiales y siempre caballerosos metrónomeros madrileños procuran hacer la vista gorda con quienes se les cuelan, sabedores de las sinrazones y estupideces del sistema, y nos permiten ahorrar seis euros, pero los aparatos automáticos son ajenos a esas humanitarias medidas e imparten a destajo la sinrazón de estado gallardonesco. Nos pillan ya las dos de la mañana y decidimos quedarnos la tarde visitando la gran ilusión de Paloma, Europarrot. Habíamos comido muy barato en el mismo hospital el menú del día, que era de cinco euros y sin sal, muy completo y majo comparado con otros que son el colmo de la explotación comercial. Nos posamos en la Plaza de Olavide, un rincón muy tranquilo donde se puede tomar un café con leche cercados de palomas y gorriones; les da pan nuestra pequeña hija mientras esperamos que abra Europarrot a las cinco de la tarde; nos condecoran las hojas caducas de los árboles en otoño.
Hay todo tipo de loros y un gentío indescriptible de petshop boys. Nuestra hija es la gran experta e identifica cada especie dejándonos "la boca abrida" con su saber; desde Ninfas mutadas de perla a Amazonas, Cotorras y Loros cubanos de frente blanca que tienen muy mala uva, pero que están encantados conmigo y se me suben dos veces, picoteándome la cartera como si me la quisieran robar (son discípulos de Fidel Castro). Los enormes Guacamayos, cejijuntos o de colores chillones, los Agapornis, los Periquitos, Eclectus, blancas Cacatúas, discretos Capuchinos y Yuyus de Senegal. Por supuesto, los grises, o Yacos de cola roja, que son los que más hablan, y los verdes, que hablan menos, pero son los que más le gustan a ella; hay jaulas que son un auténtico palacio; a estos animales hay que tratarlos con tanto afecto como a un gato o a un perro, porque tienen tanta inteligencia como ellos. Se les dice lo que hay que hacer "sube" y se les ofrece la mano, y así con cualquier intrucción, de lo contrario corres el peligro de llevarte un picotazo; y ojo, porque poseen unos picos como alicates, así que hay que andarse con cuidado, porque pueden cercenarte una falange sin apenas esfuerzo.
Sin embargo los de la tienda son papilleros y están acostumbrados al trato humano; los yacos son los que poseen repertorio más amplio de palabras; lo graban todo como auténticos magnetofones: no sólo reproducen la voz de su dueño o dueña, pueden silbar o toser o repetirr ruidos habituales de su ambiente, mientras que las cacatúas y otros tipos de loros lo hace con el tono de su propia voz, la característica y chillona del loro; su trato debe ampliarse a toda la familia, porque si su dueño llega a faltar el loro se deprime y se empieza a arrancar plumas hasta quedarse pelado y el dueño a su regreso lo encuentra desnudito. Hacen mucha compañía, incluso se te suben al hombro, y durante toda tu vida, pues la suya es muy larga, e incluso puede rebasar la de un ser humano. Todavía está vivo el loro de Churchill.
Salimos de Europarrot enamorados de los loros, con un libro sobre ninfas carolinas y con el deseo de comprarnos un yaco de cola roja cuando hayamos ahorrado lo suficiente, quizá para Navidades, pues son carísimos y hay que contar además la jaula, los permisos médicos etcétera. Le hará así compañía a nuestra ninfa, nuestros dos periquitos, nuestro canario y nuestro jilguero. Seis pájaros tendremos ya.
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