Los antiguos pagaban con un óbolo a Caronte para que les dejara pasar en su barcaza al otro lado de la Estigia, el río/laguna terrible por el que si juraban los dioses quedaban comprometidos, y en cuyas aguas todo se hundía salvo la nave que guiaba.
Creo yo que ese óbolo es tan simbólico como las monedas de la Biblia: representa lo que hemos ganado en este mundo: experiencia, o lo que sea. Incluso los Egipcios pesaban las almas de los muertos. Quien haya pasado por este mundo debe haber aprendido algo o se merece ir para abajo o quedarse en él otra vez, para que aprenda.
El lugar habitual para poner el óbolo era la boca, que era el bolsillo habitual cuando uno iba sin faltriquera o no se fiaba de los gatos o cortabolsas, incluso en tiempos del Lazarillo de Tormes.
¿Qué he aprendido yo? No sé, tendría que examinarlo detenidamente; es muy poco, casi una miseria; un centimillo de euro; creo que cualquier juez, Minos, Éaco o Radamante me enviarían al Averno, es más, al Erebo y tras las puertas de diamante. Así, a bote pronto, lo que los demás: a respetar a la gente, a los animales y a las cosas; a no subestimar la estupidez de los que mandan ni la inteligencia de los que obedecen; a pensar antes de actuar y equivocarme menos; a conocer a algunas personas que se repiten, pero con caras distintas: el gilipollas, el noble, el venenoso, el bondadoso -este es raro y escasísimo-, el manipulador al que todos manipulan, el paranoico, el maniático, el psicópata... A desconfiar de la cultura de peana y discursito. A no asustarme de tonterías. A despreciar el dinero, pero no demasiado. A empezar todas las reformas de los demás por la reforma de mí mismo. A amar y respetar la vida, por pequeña, difícil y complicada que esta sea. A valorar en lo mucho que valen a los pocos que me quieren: mis hijas, mi mujer. Y tengo que aprender más, a Dios gracias.
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