martes, 21 de octubre de 2008
Una mendiga en llamas
Dos jovencitos apalean a una mendiga vieja, la rocían con disolvente y le prenden fuego dentro del cajero automático en que se albergaba para refugiarse del frío.
Su justificación: olía mal y para divertirse.
La mendiga murió al lado de un montón de dinero que no sufrió daño alguno. Gracias a la cámara automática se puede saber que uno de los chicos sonreía al ver lo que había hecho.
Estos juegos se aprenden en la ESO. Algunas veces he visto a niños encendiendo papeles en la papelera o en un rincón y he tenido que evitarlo.
Uno de los chicos, según el periódico, catalogados de niños bien por algunos de sus compañeros, tuvo que abandonar el instituto, pobrecito, era hijo de padres divorciados, pobrecito, y había tenido que trabajar como camarero, pobrecito. Qué humillación.
Se ve que echaba de menos lo que solía hacer en la ESO. Subió un grado: ahora quema personas. Como los terroristas de Vizcaya, que empiezan quemando autobuses y terminan poniendo bombas para quemar a la gente. Como los que queman libros, que terminan quemando gente. ¿En la ESO aprenden eso?
Los parientes de la vieja, que la dejaron sola para que viviera en la calle, aprovechan ahora para pedir centenares de miles de euros de idemnización. A mí me parece que entonces les daba igual.
Seguro que esa mendiga vieja, con una carrera universitaria, al contrario que esos chicos, pero enferma mental, drogadicta y alcohólica, está en un mundo mejor que este.
En un infierno con menos llamas.
O, quien sabe, en un paraíso que huele a rosas, y no a lo que ella huele.
A Dolor.
Me duele esta vieja como le podía doler su grandioso niño yuntero a Miguel Hernández. Por el más egoísta de los motivos. Porque esa vieja soy yo.
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