Esperanza Aguirre corre como una liebre opusdeíta para librarse de las bombas de Bombay, dejándose medio séquito allá muerto de miedo y de papeleo. Las señoras, primero, y sobre todo las presidentas de la Comunidad de Madrid. No es muy heroica la seño, que digamos; eso de ver el terrorismo de cerca y pisar a pie despelotado charcos de sangre es que es muy crudo, al par de pringoso y resbaladizo. Pero sí que le pediría, no sé cómo decirlo, un poco más de decoro, de hidalguía, de elegancia torera, de valor, de... vergüenza, en fin, por qué no, aunque uno sabe que pedir eso a un político es como pedir peras al olmo, por más que en estos tiempos la ingeniería genética logre ya tantas proezas como la contable y aun peores.
Se ve que la Esperanza no está acostumbrada a los calurosos infiernos habitados por los furibundos insectos de las balas, la dura granizada de los cascotes y los monzones de sangre. "Quien entre aquí abandone toda Esperanza", reza en la puerta el Inferno de Dante; la Esperanza nunca ha entrado en el infierno. Así va de inocente ella, sin mojar el pan con tomate de la sangre y del dolor. Ya sabemos que no haría cola en el Titánic, ni ayudaría a organizar el asunto; ella se iría con los ricos en el primer esquife, al contrario que el capitán del barco y los músicos, que se hundieron con él, uno por responsabilidad y los otros para consolar a los que sufrían. Pero no, se ve que Esperanza Aguirre es de la escuela taurómaca de Curro Romero y no está para presidir crisis ni para consolar a los demás, sino para correr y saltar tras la barrera. Gran lección de política, sí señor: arrímate a los buenos y serás uno de ellos, como decía Lázaro de Tormes.
Lo mejor para Esperanza es las islas Hawai, los collares de flores, las danzas de ombligo heliocéntrico, la piña colada, los negros que abanican, la piel de Gallardón disecada, la bañera calentita y con sales, la política casera y aséptica.
Qué vergüenza de políticos tenemos los españoles.
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