Pues sí. Hemos ido mi mujer y yo cuatro días a la única ciudad en que he sido feliz algunas veces. Y no pienso volver; esa ya no es mi ciudad, de ella no queda nada. Bueno, sí: algunos aromas, no siempre bienolientes, una fachada y algunas piedras y gentes. Sobre todo de esto último. Por ejemplo, un pintoresco taxista que nos bajó del Castillo de Santa Catalina en un taxi último modelo, con prensa y televisión. Sin hacernos el más mínimo caso nos obsequió con una pintoresca conversación que sostuvo a través de un manos libres desahogándose con su madre al otro extremo del canal, sin que le importara que revisáramos con él toda su trayectoria sentimental; la madre metía cizaña contra la nuera, que era separada y con un hijo; el taxista tenía que a ayudar a su padre a poner unos suelos de un piso que estaba pagando; no se podía ir a la playa más que un día este año; su novia no tenía coche; este año tampoco se había ido de vacaciones y esta vez iba a ser él el chulo y no ella, que ya le había hecho bastante... y la madre lo apoyaba. Todo en dialecto andalú. Las giennenses, morenas, guapísimas, de perpetua recordación; he visto culos memorables, pero ninguno como los de ellas. Las cuestas, empinadísimas, el tráfico, insufrible, las fuentes, lo único frío y grato de beber: la del lagarto de la Magdalena, la de Carlos V y otra en la que había un restaurante donde comimos bastante bien. Todo lleno de negratas, moratas y chinatas; mucho paro y tienda de bisutería, poca riqueza real. Los baños árabes se parecían más bien a la alberca del tío Efrén en mi pueblo que a unas termas islámicas; ¡que se hayan gastado tanto en restaurarlas! Eso sí, perdura el gusto de los giennenses por las placitas encantadas y las flores,; sin embargo no encontré las rosas de mi infancia, ni una sola. Las viejas de la calle Segovia número 21 no recuerdan a mi madre, o más bien no quieren recordarla. Los andaluces, como siempre, superficialmente amables y falsos y rencorosos por detrás; son capaces de invitarte a tu casa sin conocerte y luego apuñalarte y darte sepultura en un aljibe. En el castillo nos pidió el santo y seña un centinela del condestable don Miguel Lucas de Iranzo; han hecho un buen trabajo de museología. En una de las salas del castillo, una mazmorra más bien, un guerrillero del XIX nos contó su triste historia. Estuvimos en la cruz y nos comimos en un parque entre lluvias unos sandwiches de queso mientras tres jóvenes esposas morillas cotorreaban y jugaban con sus hijos moritos y una vecina paseaba su perro. Fue una cena memorable. No encontré ni una sola librería digna de ser llamada como tal en toda la ciudad, que debe rondar los ciento diez mil habitantes. El hotel Europa era una mierda, pero estaba en la línea de lo esperable y al menos era fresco y disimulaba el olor a apio que tienen todos los hoteles. Y no hubo más, salvo paseatas arriba y abajo. Ya lo único que merece la pena conocer es a la gente que todavía no se ha convertido en un sucedáneo o en un mecanismo disparado por los tópicos. Cada día que pasa me encuentro más solo y más ajeno a este mundo; este viaje a Jaén me ha quitado ya una de las pocas ilusiones que me quedaban. Qué cierto estaba Feuerbach cuando escribía que solamente una vez es todo verdadero. Hago voto de no profanar la memoria nunca más.
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