viernes, 23 de octubre de 2009

Viajes

A mucha gente le gusta viajar. Es algo natural, si te sobra un dinero reunido con todo un derroche de avaricia y no sabes cómo gastártelo y presumir de él. En vez de quedarse en casa viendo postales, se van a los lugares y las sacan ellos mismos, metiéndose dentro de ellas, aunque todo se sigue reduciendo a postales. Y luego, en casa, se pueden ufanar de las postales que han sacado ante gente que ya conocen; en realidad es como si no se hubieran movido. Van al museo del Louvre no a ver a la Gioconda, sino a que la Gioconda les vea a ellos. Esta gente me aburre mortalmente, la oyes contar sus viajes y te das cuenta de que siempre son el mismo, de que en realidad nunca han salido de sí mismos. Les preguntas que a quién han conocido y se quedan desconcertados. No se molestan ni siquiera en aprender idiomas, que es el primer requisito del viajero de alpargata; eso exige demasiado trato humano. Peor para ellos. Nunca me han gustado las fotos; por eso casi nunca salgo en ellas. Buscadme en las fotos colectivas: nunca salgo, siempre estoy detrás de una columna, fuera de campo, detrás de un comensal o, sencillamente, no estoy. Parece como si los fotógrafos me odiaran o, más bien, como si yo mismo odiara las fotos. Los fotógrafos no ponen nunca nada de sí mismos en lo que retratan, los pintores sí, ellos mismos aparecen atados a lo que retratan con una relación más humana y menos egoísta.

Eso no va conmigo. Los únicos viajes que me gustan son los iniciáticos, aquellos que se hacen lentamente y duran mucho tiempo, aquellos que te cambian, que te hacen más sabio, o aquellos en los que terminas perdiendo algo, psíquicamente unas veces, en forma de estupidez, otras incluso físicamente, en forma de unos kilos, un brazo, una pierna, o incluso la vida; en estos viajes lo que conoces es a gente, no postales; me gusta el turismo de alpargata por eso mismo, y he hecho turismo de alpargata por este país, por Francia, por Italia, por Portugal; el turismo de alpargata no hace fotos, sólo amigos. Los amigos no se hacen en el egoísmo del hotel. Otros, por el contrario, viajan sólo para sentirse más a solas consigo mismo, como Saramago, para obtener una caja de resonancia mejor para su voz inaudible y profunda, de forma que puedan oírla con más claridad; si están demasiado cerca de los sonidos del mundo y de los ruidos de los periódicos no pueden oírla; por eso se van al desierto, a los bosques, como Henry David Thoreau, a las grandes soledades, como San Antonio, San Francisco o los místicos, a las montañas, como nuevos eremitas. Saramago es ateo, pero es un ermitaño. Cuando fui al Museo del Louvre fui a ver un Rembrandt concreto, que resultó más pequeñito de lo que yo pensaba: el hombre en la ventana. Desde pequeño ese cuadro me había crecido en la imaginación, como si fuera una balsa en la eternidad del tiempo. A través de esa ventana no se veía nada exterior, entraba, pero no salía, una luz amarilla, inmaterial, que lo conservaba todo como en una gota de ámbar. El sabio miraba tristemente al infinito, mientras una mujer atizaba el fuego bajo una escalera helicoidal como la de un faro. El sabio parecía estar a salvo del mundo, pero entristecido por él. Ese sabio echaba de menos algo, una voz, un afecto, pero en todo caso algo humano. Eso era lo que yo buscaba. Ese cuadro no era una postal. La Gioconda, por en contrario, sonríe, no echa nada de menos. Parece mi vecina después de volver del mercado. Cuando salí del Louvre me fijé en los pobres peregrinos que se lavaban los pies en las aguas de la pirámide, y yo hice lo mismo. Y los demás tirando fotos, fotos, fotos, como si fueran japoneses que vienen y se van. A mí me bastaba con el paisaje que fotografiaba mi corazón; guardo un recuerdo vivo de todas las personas que conocí, pero no de los paisajes que vi. Eso se me borra enseguida. En todos los lugares en los que voy lo que más me queda son los amigos, las personas que viven allí; esos monumentos son menos perecederos para mí que los otros, y son los únicos que puedes llevarte a la muerte con satisfacción; seguro que no un buen puñado de postales. No sé que tienen los viajes que siempre me parecen más monumentales las personas que los monumentos mismos.

1 comentario:

  1. A mi, el viaje para algo

    Cuando considero lo que leo, creo que hablas del turista que lo hace por hacerlo, sin más, legítimo pero insulso, sin duda. Yo lo odio, debo tener un motivo y, a veces, hasta con uno muy fuerte, me quedo en casa, donde no me encuentro para nadie.

    Ya veo lo que dices, pero no comparto que los fotógrafos no pongan nada de sí mismos en algunas instantáneas, sobre todo en las planificadas. También huyo del foco y ahí creo que está la cuestión, el foco, la importancia que se dan quienes estuvieron en los cinco continentes o los que ascendieron los ocho miles. ¿no has salido de España? te miran como diciendo pobret. Hace años fui con un grupo por el sur y quisireon pasar a Gibraltar, pero me olvidé el carnet de identidad en el hotel que se hallaba a una hora de trayecto y no me dejaban pasar. Les mostré el de conducir y un acompañante que se las daba de convencedor lo intentó de nuevo, un policia con acento y cierta retranca le dijo: eso sirve para conducir, pero para pasar la frontera no sirve. Y esa frase, su acento, su tono no lo he olvidado. Les dije a mis compañeros de viaje que no sufrieran, me daba igual, que cuando terminaran con tranquilidad la visita, siguieran la calle recta y en el primer bar me encontrarían. Bebí algo, jugué a la máquina de bolas y observé las palabras, los gestos de clientes y viandantes. Estaba conociendo La Línea.

    En otra ocasión camino de Londres no fuímos capaces de encontrar la tarjeta de embarque y nos quedamos a la puerta, mientras mi mujer lloraba presa de la impotencia. El personal fue muy desagradable y nada paciente, a punto estuve de denunciarles, cerraron la puerta y se marcharon sin esperar hasta el último segundo. De hecho y para colmo, un compañero del grupo tuvo un ataque de pánico por lo que el avíón se abrió de nuevo para que desembarcara. Otro compañero comunicándose conmigo con el móvil logró permiso para que pudiéramos embarcar, pero cómo no había nadie en la puerta no pudimos hacerlo, corrí por el aeropuerto, salté controles en dirección contraria y encontré a la tía acabando el papeleo para irse, me negó la situación y me encendí, le pedí su número de identificación y hojas de reclamación, se negó a mostrame la tarjeta y tuve que buscar a un policia para que me la enseñara. Esperé al policia que ¡tuvo que cerciorarse de que fuera su obligación! y efectivamente era falso. Me sentí mal por la situación y por que ella se sintió un tanto inútil, pero allí sigue Londres y sus museos a los que no sé si hubiera podido arrastrar al resto del grupo, muy heterogéneo. La denuncia no fue tramitada a pesar de tener toda la razón del mundo para que me devolvieran el billete, no habían hecho lo suficiente para facilitar el embarque por ejemplo si llegas un poco tarde, eso era evidente, y lo dice explicítamente una claúsula del contrato que firmas al comprar un billete.

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