Salí de casa y me crucé con una rubia preciosa provista de un canastillo de mimbre; después una mamá igualmente adorable ha pasado desfilando con su orgulloso cochecito de gemelos. Tenía que ir al Hospital General a hacerme un ecocardiograma; me llevó el autobús al edificio mostrenco, rodeado de farolas de estambre bimembre, como brotes de judías. Dentro, bajo el ikebana de las consabidas macetas bonsay, el suelo era un centón o capisayo maniaco de trapecios. Muy cordiales, los especialistas me dijeron que me tumbara sobre el costado izquierdo, la mano en la nuca, y me quedé mirando un póster, afiche o cartel de la iglesia de San Carlos del Valle; ¡hasta para esto siempre tengo que estar mirando al siglo XVIII, joder! Luego el explorador, provisto de un puntero agudo como un lápiz, me ha estado clavando la lanza como un Longinos para atisbar los recovecos de mi órgano propulsor; durante sólo un momento se ha oído sonar mi corazón como una rana croando; no más he escuchado algo parecido a los alienígenas de La invasión de los ultracuerpos; por fin me han dado el informe, donde dicen que no se ve bien mi corazón, que es muy grande y concéntrico (debe ser muy opaco). La imagen que me han dado de mis entretelas cardiacas simula la estela de la luna en el mar; por lo menos es más romántica que el siempre nocturno, funéreo y carcelario panorama de las radiografías. Me preguntan si me controlo la tensión; contesto que no; me inquieren la razón; "no sé", afirmo, no muy convencido. Supongo que no me importa demasiado. Hay muchas cosas que no me importan y mi mayor temor es que no lleguen a importarme las únicas que sí: mis hijas, mi mujer; hay veces en que llego a sospechar que podría vivir sin ellas u olvidarlas; eso aniquila por completo mi fe en la naturaleza humana, pero me niego a creerlo. Por demás, los atentos especialistas no han visto sino lo que ya veían; debe haber un trámite para las cosas de corazón, acaso. La manguera de mi aorta estará algo más desenchufada y yo un poco más cerca del infarto. Después pido cita para el traumatólogo; me fijo en la auxiliar, que es grácil y esbelta, se levanta y vuelve y sabe posar muy literariamente, en jarras, un pie por delante, como si fuera a saludar a lo petimetre. La gente, ancianitas lo que más, va en parejas; también abundan los aldeanos atónitos y palurdos de Antonio Machado y las jovencitas pinas, jevis o vaporosas. Es toda una ensoñación para la mirada opulenta y el palabreo.
El hotel
ResponderEliminarDormí en el hotel que hace esquina con el hospital. Pequeño y barato, era lo que buscaba, una cama para descansar. Ni siquiera desayuné allí, salí a media mañana hacia el obispado y no regresé. Lo recuerdo lejano y no hace tanto tiempo de ello.
Por otra parte, me preocupas, pues recuerdo que, en mis paseos vespertino de bar en bar hasta de encontrar el hotel barato, me sorprendió el número de mujeres bonitas que circulaba por la plaza y veo que tu corazón tenderá a crecer si sigues mirando la hermosura a la cara.
Porque tus convecinas, además de guapas, están bien plantadas. A la noche me senté solo en la terraza de unos de los bares que quedan fuera del perímetro de la plaza porticada. Mientras comía calamares y rusa una joven muy hermosa, morena, alta, esbelta y bien proporcionada se disponía a hablar desde la cabina telefónica que se encuentra al costado del ayuntamiento. Iba de domingo, pues era víspera de fiestas de agosto. En la distancia no pude confirmarlo, pero apuesto a que estaba perfumada. Comí y el tiempo era precioso mirando aquella joven. Para mi suerte se pasó cerca de media hora hablando y yo quise imaginar que se había vestido, arreglado, perfumado para poder hablar con su amado y que acabada la ceremonia regresaba a casa donde se quitaría el vestido, bajaría de los tacones y cedería al sueño mecida por la melancolia.