El problema más antiguo fue siempre el de la justicia. En distintos relatos folklóricos se suele plasmar en el trato otorgado que el padre da a los segundones; siempre hay un predilecto y un postdilecto o posdilecto. Un Abel y un Caín; o un Adán y una Eva; un Jacob y un Esaú y así; en los índices de temas y motivos narrativos la rivalidad entre hermanos es muy notada; y no ha de tratarse de hermanos, en todo caso, debe ser entre un primero y un segundo, entre hermanastros (Cenicienta), o caras claras y máscaras o reversos tenebrosos. El personaje del posdilecto suele ser siempre el más literario, porque establece el diferencial de tensión eléctrica necesario al principio para que pueda echar a andar una historia; el protagonista es siempre un Pulgarcito que debe crecer. Todos, o muchos padres, han tenido que enfrentarse a ese dilema cuando tienen más de un hijo: tratarlos por igual, cuando no son iguales. Es una ley de la naturaleza que un hijo segundo no se parezca al primero, para poder ser él mismo. El truco, creo yo, es quererlos por lo mejor que hay en ellos, no por lo peor. A mi hija Ana Isabel la quiero por esa enorme curiosidad y asombro que tiene; a mi hija Paloma, por esas enormes ganas de vivir que alberga; y eso que sé distinguir que Ana Isabel oculta también unas enormes ganas de vivir y Paloma una enorme curiosidad y asombro; lo que pasa, simplemente, es que para poderse diferenciar muestran más una cosa que otra.
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